viernes, 24 de abril de 2015

1968: HISTORIAS EN SOUL


Vietnam fue la derrota más aplastante que sufrió Estados Unidos durante la Guerra Fría. El establishment político quedó completamente desmoralizado y el modelo ideológico capitalista al borde de la derrota. Porque sí, durante algunos años, el comunismo estuvo a punto de ganar, y convertirse en la ideología política hegemónica en el mundo occidental. De modo que, por aquellos años, Estados Unidos emprendió una lucha encarnizada contra sus contendores, incluso en su propio territorio. Quizás, por eso, muchos jóvenes como Larsson (Andrés Salas), que anhelaban y luchaban por la paz, eran considerados un grave problema por el gobierno. Ellos luchaban por la paz, pero también por una nueva sociedad, luchaban contra su gobierno, que “defendía la libertad” pero usaba la represión, la discriminación y la segregación racial para controlar a sus propios ciudadanos.  

Lo curioso es que nunca se desliza ninguna inclinación ideológica ni en Larsson ni en alguno de sus compañeros: Sanders (Miguel Álvarez) y Gómez (Janncarlo Torrese).  Ellos defienden la paz de la misma manera que los hippies el amor universal. Los tres personajes de esta historia (una de las tres que componen el musical) reflexionan sobre la convicción; y Larsson es el emblema de este atributo. Pero no vemos como se construye esta convicción, y tampoco la ideológica que la sustenta; suponemos que la palabra comunismo es muy severa para un musical.


Consideramos que este es el aspecto más controvertido de 1968: Historias en soul, musical ligerísimo escrito y dirigido por Mateo Chiarella Viale. Paul (Joaquín de Orbegoso) y Alicia (Emilia Drago), una pareja aparentemente contrariada por el tipo de amor que se vivía en la época; y Aaron (Edson Dávila), un joven afroamericano que anhela la gloria del soul lejos del gallinero donde vive, y su esposa Betty (Laly Guimarey) son los personajes de las otras dos historias. La estructura de la obra es ambiciosa y anhela la totalidad, el inconveniente es que carece del dinamismo necesario. Las escenas están organizadas de manera audaz y arriesgada; al igual que en el musical norteamericano, se busca igualar al cine. Las tres historias confluyen en Memphis, todos los protagonistas viajan allí; sin embargo, solo Aaron desea, busca, aprende, regresa. Su historia es la más sólida, Edson Dávila y Laly Guimarey se acercan a la espectacularidad necesaria en un musical; actúan, bailan y cantan mejor que los demás.

Evidentemente, un musical no tiene como prioridad provocar la reflexión crítica del espectador. Pero Mateo Chiarella tiene grandes ambiciones; busca «una obra con fuerza política y social capaz de tocar temas que sensibilicen a la ciudad y al país, pero con suficiente intimidad para, en ese contexto, abordar asuntos del mundo privado». Sin duda, estamos hablando de los límites del género. Ante esto, nos resta evaluar el papel que cumple el singular escenario circular del teatro Ricardo Blume. Durante largos lapsos uno o más actores daban la espalda a más de una tribuna. Pero esto no es lo más alarmante. Las obras que se representen en Ricardo Blume deberán tener la virtud de necesitar pocos elementos escenográficos. Y los actores deberán tener la capacidad de llenar el gran espacio vacío. ¿Se podrán escenificar musicales del tipo que pretende Mateo? En este escenario la pobreza no deberá ser un obstáculo. ¿Cómo llenas el espacio vacío? ¿Con el cuerpo, con la palabra (como se hizo en Controversia de Valladolid)? Sin duda, actuar en un escenario circular requiere indagación, un trabajo de laboratorio, incluso, una poética teatral...

lunes, 6 de abril de 2015

MIENTRAS CANTA EL VERANO



Pude ver la última función de Mientras canta el verano. Obra reestrenada por Espacio Libre, que nació del laboratorio teatral Libera(c)ciones, en el 2012. «Un espacio de experimentación y formación anual cuyo objetivo es romper la escena a partir de un disparador creativo».  Efectivamente, Diego La Hoz, escritor y director de la obra, logra romper la representación escénica tradicional. Pues es imposible determinar con exactitud cuál es el tema central de la obra, cómo se cuenta la historia, cuál es el motivo que genera la tensión dramática. Sin embargo, se percibe una gran cohesión y una sólida propuesta estética que busca producir reflexión crítica en el espectador.


Uno de los temas es la búsqueda de trascendencia. Tanto el joven Martín Adán (Javier Quiroz) como el Gallinazo (Karlos López Rentería) anhelan, cada uno a su manera, la inmortalidad. Este es el tema central en la primera parte. Un joven Adán se enfrenta al deseo de crear su primera obra literaria, se enfrenta a las ganas de convertirse en un gran escritor y entregar su vida al arte. Esto produce un enfrentamiento entre Adán y el Gallinazo (quien es el dueño del bar en donde transcurren los hechos), pues entre el deseo de trascendencia del escritor y la vida de gallinazo del Gallinazo existe un profundo abismo: la realidad.

Realidad a la que nos acercamos a través de dos personajes que completan el ambiente en el pequeño bar. Una dulce e inteligente anciana (Aurora Colina) y una atractiva y habilísima joven selvática (Eliana Fry García-Pacheco) leen noticias inverosímiles que dan cuenta de un mundo imposible: «La iglesia católica decide dar todo su dinero a los pobres», «Las artesanías dan más dinero que la minería», «Chile devuelve Arica al Perú». Ambas, a través de agudos comentarios critican tres elementos fundamentales de la modernidad peruana: el gobierno, los medios de comunicación y la educación. Este mundo concreto, conforme avance la historia, intentará asfixiar a Rafael de la Fuente Benavides.   

Hasta este punto todo parece transcurrir en el contexto histórico de producción de La casa de cartón (1928); pues, incluso, se brindan pequeñas viñetas históricas al público. Pero luego, nos percatamos de que Martín Adán ha viajado en el tiempo, y lo vemos enfrentarse al Perú moderno. Es testigo de los problemas de Barranco, distrito donde está ambientada su clásica novela. Y es acorralado por innumerables aspectos de una realidad que no le pertenece, en un momento Gallinazo le increpa: «las vanguardias ya no existen, se extinguieron».  Vemos, entonces, como si fuera esto posible, que el joven escritor se enfrenta a la totalidad del tiempo histórico. Y esta es la segunda clave de lectura: los avatares de la creación que se enfrenta a la realidad. Si bien hemos identificado un cambio temporal, esto es solo una treta analítica, pues el tiempo es desvirtuado en toda la obra.  

Como vemos, estamos ante una obra muy compleja. Quizás porque en vez de una representación estemos ante la presentación de los conflictos, los temores y los ideales de una colectividad. Y esta es la tercera forma acercarnos a Mientras canta el verano: entenderla como una crítica frontal al sistema imperante. Crítica que caricaturiza la realidad de una manera irónica y tierna, y por eso adquiere un tono nostálgico y juguetón. De los discursos críticos que se emplean contra las instituciones tutelares de la modernidad. El más desfasado y poco original es el que se emplea contra la educación, que utiliza el tópico de la represión autoritaria, especialmente a nivel sexual.

Lo que sigue es que los tres temas descritos están emparentados. La creación no puede estar desvinculada de la realidad concreta; esta envolverá, cubrirá con su velo desgarrador al creador y definirá su obra. El afán de inmortalidad no es solo anhelo y precepto del poeta. Cada uno de los aspectos y personajes de la realidad también desean la vida eterna.  Por eso, hasta el Gallinazo, quien nos recuerda que somos una «raza que se traiciona y se vuelve, por obligación, más solidaria» reclama el lugar que merece en el Escudo Nacional, en los libros junto a Bolognesi, en La casa de cartón de Martín Adán. Hemos intentado armar un rompecabezas de Mientras canta el verano, porque la presentación nos impactó, sería redundante indicar que las actuaciones cumplen a cabalidad lo que demanda el director: «Lograr el privilegio de mentir con impoluta sinceridad en el escenario, usando como insuperable la realidad».