miércoles, 9 de julio de 2014

LA TERCERA PERSONA



Se ha dicho que La tercera persona es una obra de corte surrealista y esto es completamente cierto. L’art pour l’art en su acepción más elevada no quiere decir arte puro y desinteresado; quiere decir arte visionario. El objetivo principal del surrealismo era transformar la vida de las personas, sacarlas de su estado de inconciencia. Esta escuela no creía que lo estético-formal y la crítica social iban por cuerdas separadas. El verdadero arte debía columpiarse en ambas cuerdas por igual. Atendiendo a esto, el surrealismo de la obra de Daniel Dillon no reside solamente en su experimentación formal, meta-ficcional y meta-dramática. Esta obra nos cautiva porque subvierte la estructura asociativa de la realidad. Dillon se aparta del mundo para desmontarlo, recrearlo y mostrarnos el verdadero significado de la vida. Considerando la envergadura de esta propuesta estética es sumamente gratificante que la obra haya funcionado. Durante toda la función el público estuvo enchufado. Y es que estamos ante un proyecto totalmente eficiente. Se combinan la experimentación, el trabajo técnico, y una escenografía mágicamente sesuda, con momentos dramáticos sumamente logrados. Los parlamentos son un juego con el lenguaje que rebosa espíritu psicoanalítico, pues ora son un agradable distractor, ora son el único puente.    



Él (Fito Valles), el personaje principal, nos relata la historia; y, al mismo tiempo, esta va ocurriendo ante nuestros ojos. Él está en un hospital (o en su casa) y escribe una obra teatral para un curso de la universidad (o reconstruye su vida antes de morir). «Yo no soy yo, soy la tercera persona». La tercera persona que construye la historia, que nos la cuenta, que la vive. Él está enamorado de su prima Ximena (Gisella Estrada) y vive en la casa de su tía Soledad (María Laura Vélez). Existen conflictos anecdóticos en la familia que no son relevantes; pues el drama reside en la locura (o la enfermedad terminal) de Él. Evidentemente, la puesta en escena cobra vida a través de la complejidad formal de la obra. Existen tres planos: Él es creador, narrador y actor. Creador cuando se relaciona con el público, narrador cuando relata la obra creada y actor cuando protagoniza la historia. (Lógicamente estos planos no son infranqueables). ¿Estamos ante una ficción, un sueño, o es el preludio de la muerte del protagonista? No lo sabemos y no importa. Pues el valor de la obra no está en lo anecdótico; sino en su poder transgresor que, en palabras de Rodrigo Delgado (Director de arte) «nos acerca a la sinceridad del ser humano y a la simpleza de la vida». 




Finalmente, quiero acotar (aunque tangencialmente) que estamos ante una obra profundamente contemporánea. El ser humano siempre se ha creado en función del otro; dependemos de la alteridad, del otro que nos observa. La tercera persona es el canto diáfano detrás de cada uno de nuestros actos (Ernesto Ráez dixit); hoy, ese canto diáfano esta tan presente que por momentos se convierte en una voz estridente que nos grita al oído. El acierto al tratar este tema no es casualidad, pues Dillon sabe perfectamente lo que hace: «Tenemos que aprender a conocer lo que nos está diciendo la vida en todas sus dimensiones, y esto no es algo esotérico, es algo concreto». Podría seguir hablando de muchas cosas: la magnífica conexión que pudo lograr el protagonista con el público, sin la cual la obra sería impensable; el inesperado final: «Yo sé cuándo voy a salir de aquí solo tengo que seguir escribiendo…» y… ¡pum!: el triunfo de la ficción ante la muerte. Podríamos seguir hablando y eso es lo más gratificante…