domingo, 28 de agosto de 2016

EL MONTAPLATOS


Para Ionesco, Beckett, Pinter –máximos representantes del teatro del absurdo−, la historia del siglo XX evidencia la intrínseca irracionalidad humana. Si bien esa sensación absurda nace en el siglo de las guerras mundiales, es evidente que, en el siglo XXI, perdura como una característica fundamental de nuestra sociedad. Antes existía un desarraigo en el hombre moderno, ya que el mundo devino en algo distinto de lo esperado. Hoy supervivimos en una sociedad incluso más falaz pero alegre, donde la contradicción es natural y cotidiana.

El montaplatos, escrita por Harold Pinter y estrenada en 1960, tenía un objetivo claro: poner en evidencia la estructura enajenante de las relaciones de poder. La versión de El montaplatos dirigida por Joaquín Vargas, en la Alianza Francesa, logra plasmar esa crítica a las estructuras de poder. La novedad en la propuesta de la Alianza Francesa es que el director interviene como personaje. Su presencia consigue que la estructura jerárquica de poder sea mucho más explícita. La historia de Ben (Juan José Espinoza) y Gus (Fernando Luque) transcurre en un pequeño espacio, delimitado con cinta blanca, con escasa utilería: dos sillas, un maletín, una pistola. Son dos asesinos que están esperando las indicaciones de su jefe para realizar un nuevo trabajo.

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El personaje del director siempre está fuera del espacio delimitado por la cinta. Deja un sobre, da instrucciones, manipula a Ben y Gus. Es el director y quizás sea el jefe, el que controla; quien ve todo desde afuera. Dentro del área delimitada solo Ben siente su presencia. Solo él es plenamente consciente de que hay alguien más allá afuera. Quizás por eso sus parlamentos son lacónicos y directos, siente que lo escuchan. Se hace evidente él tiene más tiempo trabajando allí. Gus no es consciente de la presencia del director-jefe. No es coincidencia que al comenzar la función aparezca con los ojos vendados y al final sea dirigido por el propio director hacia su última escena: la de su propia muerte. Los parlamentos de Gus son más largos, es mucho más desiderativo, juega con el lenguaje, especula todo el tiempo.

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Durante la obra el discurso se va transformando sin una lógica racional aparente, pero la estructura de poder se mantiene intacta: Director-Ben-Gus. El teatro del absurdo crea universo cohesionado y autónomo, de modo que lo incoherente se transforma en una regla perfectamente verosímil dentro de ese mundo. Así, como en la vida, tenemos a un alineado y pulcro Ben, que no hace preguntas y vive en complicidad con su superior, hace lo que debe y actúa sin mayores complicaciones; por otro lado, Gus es totalmente desalineado, problematiza sus acciones, incluso cuestiona el propio lenguaje, siempre se muestra inconforme y desea saber más. Por fuera de ellos el director, quien detenta el poder, establece las reglas de juego.   

Todo esto debe ser descubierto poco a poco, para ello el espectador debe aceptar la convención. Si no se involucra decididamente y cumple un papel inquisidor, la obra no funciona. Para lograrlo, además de un montaje correcto y actuaciones destacadas, se debe convertir al espectador en un detective. La obra se presenta bajo el rótulo «Trampa para dos actores y una audiencia», pero esto no es suficiente, es necesario brindar más pistas. Ninguna lectura discursiva o simbólica –ni la metateatral que propone el propio director− está garantizada si es que se deja al público a la deriva. Muchos entusiastas del subjetivismo podrán pensar que eso es lo mejor. «El público debe encontrar por sí solo el camino. En la experiencia del arte cada uno debe plantearse sus propias preguntas». Lo cierto es que en un mundo donde campea una falsa libertad, la respuesta más adecuada nunca es la verdad.  


domingo, 21 de agosto de 2016

COLLACOCHA


Collacocha fue escrita por Enrique Solari Swayne y estrenada en la Asociación de Artistas Aficionados en 1956. A grandes rasgos, podríamos decir que se trata de un drama épico. Pues aunque no descuida los aspectos dramáticos, lo narrativo prima en la composición. Como en muchos de los mejores dramas donde la historia es lo primordial, esta obra nos atrapa por el manejo de la tensión y por el protagonista, quien conduce la narración: el ingeniero Echecopar.

Echecopar anhela la modernización del Perú. Por eso, desea terminar a toda costa, aunque tenga que asfaltar la carretera con sus huesos y los de sus obreros, un túnel de la costa a la selva, a través de los andes. Sin embargo, la laguna Collacocha amenaza desde la superficie, hace rondar a la muerte por los túneles del proyecto. Esta obra toca un tema neurálgico para los países de América Latina. Durante toda nuestra historia hemos pensado que la modernización nos conduciría al progreso.


Hoy hemos comenzado a cuestionar aquel mito. Todavía creemos en una historia progresiva que nos conducirá inevitablemente al desarrollo. Pero, como afirma Rómulo Assereto, director de Collacocha de La Plaza, nos hemos percatado de que quien se sacrifica por ese supuesto “desarrollo” siempre es el otro. A pesar de ello, aún estamos muy lejos de asumir la historia desde un horizonte analítico distinto al del mito del progreso. Así, en el programa de mano de Collacocha, Alberto Rincón Effio escribe: «Dominar la naturaleza ha sido el fin interminable de la especie y de la historia, marcada por grandes hechos y pequeños esfuerzos que lo prueban. Primero fue el que construyó sobre lo alto de una montaña y la dominó, luego el que se embarcó a mar abierto hacia…»

No es posible que se cometan errores de esta magnitud. Seguiremos creyendo que la humanidad “avanza” hacia el desarrollo mientras se siga pensando que la historia de la especie humana es la historia de Occidente. Dominar la naturaleza no ha sido el fin interminable de la especie y de la historia. De hecho este proyecto europeo nace con la modernidad, alrededor del año 1637, cuando Descartes escribe el Discurso del método. Cuando Marx y Engels escriben el Manifiesto del Partido Comunista en 1848 la idea de progreso acababa de ser sistematiza hace menos de 100 años.


En 1956, Collacocha se convirtió en un producto ideológico al servicio de los intereses de las clases dominantes. Echecopar encarnaba el anhelo de modernización del país. El discurso actual todavía anhela el progreso, aunque se declara cada vez más consiente de los perjuicios que produce y se muestra condescendiente con aquellos que sufren por el crecimiento económico del país. Eso es todo lo que hemos avanzado. La obra Collacocha estrenada en el teatro de La Plaza conmueve. El trabajo de escenografía, sonido y luces logra hacernos sentir los elementos de la naturaleza. Se siente el murmullo del agua, el eco en las rocas. El Echecopar que se presenta es agradable. El papel le asienta muy bien a Leonardo Torres Vilar. Su voz y sus maneras aristocráticas tienen suficiente fuerza para encarnar a un héroe excéntrico, un adalid del progreso, pero también una noble hidalguía que permite sentir su duda y arrepentimiento. Logra ser el vínculo dramático con una anécdota que se presenta distante del espectador.

Al respecto resulta curioso que el público se riera constantemente, incluso en los momentos de mayor tensión dramática, cuando el miedo por la inminente inundación descontrolaba a los personajes. Para Baudelaire, uno de los primeros poetas modernos, la belleza radica en las pasiones. Quizás ese aspecto épico de la modernidad, aquel ingeniero aventurero que se enfrenta a la naturaleza y arriesga su vida por el desarrollo, resulte muy lejano para nosotros, casi una caricatura al lado del empresario proactivo que busca maximizar sus recursos. Eso permite preguntarnos: ¿dónde radica el lado épico de la vida en la actualidad?, ¿cuál es la naturaleza de la belleza en los días que vivimos?