miércoles, 28 de diciembre de 2016

GRIETAS

Grietas, drama creado por Christian Saldívar Fano, recrea el ambiente que se vivía en Lima a inicios de los años 90, inmediatamente después de la captura de Abimael Guzmán. Al respecto, el autor acota: «En Grietas no se sabe escuchar, cada quien actúa según lo que en su mente funcionaría para todos […] Se insinúa, se interrumpe o se pronuncia bajito, como se hacía a menudo en los 90». Efectivamente, los parlamentos se atropellan, se entrecortan; además, como Pepe Santana recalca, se presenta demasiada información irrelevante y esto dificulta la comprensión. Este clima encriptado se refuerza con la escenografía propuesta por Jamil Luzuriaga, la directora: cajas de cartón rodean el escenario –el público está dispuesto en U− y adentro se intenta reconstruir los distintos ambientes de una casa. Las cajas están quemadas; auguran el desenlace de la obra.  

En la composición del texto se puede percibir cierto desenfreno. Quizás, por ello, el montaje no pudo calibrar el texto de manera adecuada. Los actores no lograron naturalizar sus actuaciones en el espacio dispuesto para tal efecto. La disposición de las cajas asemejaba un laberinto, pero no se aprovechó este valor simbólico. Todo lo contrario, con ese texto y en medio de ese escenario –la sala era muy oscura− la actuación parecía atropellada y creaba un letargo agotador. Se supone que Lorena (Moyra Silva), que tiene escenas con cada uno de los personajes, debía ser como un recuerdo que deambula por la casa; un ser apartado del ahora, en el cual se ubican el resto de los personajes, sin embargo, era difícil percibir esto. Carmen (Sylvia Majo), su madre, esperaba ansiosa el regreso de Lorena, pero su deseo de redención –practicaba una religión evangélica−, aunque interesante, era excesivo, y por momentos afectado.


Los personajes, pero también los actores, estaban atrapados por las cajas. Javier (Joaquín Escobar), hermano de Lorena, y Alberto (Antonio Arrué), su padre, también fueron desbordados por el texto y la propuesta escénica. Solo Abel (Manuel Calderón), dueño de la casa y tío de Lorena, se desenvolvió de manera solvente. La mejor escena de la obra, cuando él se aprovecha de la pequeña Lorena, es sutil y está muy bien modulada.  

Estamos ante un texto en transición, con un elevado potencial simbólico, pero con muchas deficiencias que vuelven difícil la tarea de la directora. El texto opta por una estructura no lineal; los acontecimientos transcurren en dos planos: el pasado, cuando Lorena vivía en la casa, y el presente, en el cual su familia y especialmente su madre ansían su regreso. La fragmentación de una historia tiene como objetivo compenetrar al espectador con la misma de una manera envolvente y sugestiva. Pero esto carece completamente de sentido si es que desde mucho antes de la mitad del texto sabemos qué es lo que ocurrió: «Hay una herida, Javier. No sale con nada. Nadie quiere verla, se tapan los ojos y oídos».


Por otra parte, nunca sospechamos que Carmen sepa que Abel violó a su hija, solo al final ella decide revelar la verdad, y suponemos que callaba porque deseaba quedarse en la casa. El problema es que esto no se deriva de los parlamentos ni de la actuación. No existe relación entre Carmen, la madre evangélica que desea que su hija la perdone, y Carmen, la calculadora que oculta las cartas de su hija a su hermano y decide contar la verdad solo al final para chantajear a Abel. Estamos ante un personaje complejo, de hecho podríamos alegar demencia, ya que al final quema la casa, pero el problema es que esto no se colige a partir del desarrollo de las acciones. Algo similar a lo expuesto ocurre con Javier, otro personaje muy complejo; no se logra construir adecuadamente la relación que existe entre él y Lorena. Debido a todos estos elementos es difícil decidir desde qué perspectiva construir la historia.   

A pesar de lo expuesto, es necesario recalcar que el texto tiene mucho potencial simbólico. Carmen no quiere ver lo que sucede con su hija, todo por obtener un beneficio material, por conservar su casa; la cual, después, resentida y desesperada, quema, para olvidar todo, para pasar a otra cosa… el problema es que siempre habrá una herida que nadie quiere ver, que todos ocultan… 

miércoles, 14 de diciembre de 2016

CLAUSURA DEL AMOR

«El amor es siempre la posibilidad
de asistir al nacimiento del mundo».
Alain Badiou

Edith Piaf popularizó una canción llamada Sous le ciel de Paris, que inicia con los siguientes versos: «El cielo de París ve pasear el amor, amantes que van mostrando su aire feliz». Esta  canción, que fue por muchos años emblema del amor, sigue viva gracias a una nueva versión del grupo Zaz. Cuando hablamos del amor, muchas veces hablamos de un encuentro –París es el emblema del encuentro de los amantes− pero casi nunca hablamos de la duración del amor o de su final. Nos gusta creer que ese mágico acontecimiento: un día, una semana, unos meses… durará para siempre. Por eso necesitamos emblemas que cristalicen esa belleza para siempre: una canción, un lugar, una ciudad…


Clausura del amor (Clôture de l’amour), escrita por el francés Pascal Rambert, no recrea ese encuentro o, en otras palabras, ese acontecimiento mágico que significa abandonar la singularidad para ver el mundo desde una diferencia, Alain Badiou dixit. Todo lo contrario, esta obra relata el final del amor de una pareja a través de dos monólogos. Este recurso, que le otorga su principal característica, crea una contradicción insalvable. El autor quiebra la situación comunicativa, y por lo tanto también la representación mimética, esto convierte a la puesta en escena en una alegoría. El diálogo está completamente roto, ya no existe una relación, un dos; ya no se ve el mundo y los acontecimientos desde la diferencia, sino desde lo uno, desde dos monólogos, que se enfrentan como un gato ante su reflejo en el espejo.  


Clausura del amor explora la percepción del amor en el mundo actual. No sabemos porque Audrey (Lucía Caravedo) y Stand (Eduardo Camino) deciden terminar su relación, ya que eso no es importante, lo relevante es explorar hasta que medida el amor es un riesgo útil. Si al final solo queda un descarnado suplicio, donde ni siquiera la lucha es posible pues no puede haber un enfrentamiento donde no existe el diálogo, ¿por qué anhelar el amor?


La puesta en escena cumple con todos los lineamientos que ha seguido el montaje en Europa. La obra se estrenó el año pasado en España, país de origen de Darío Facal, quien dirigió este montaje. Un escenario despejado, profundo, con iluminación blanca y dos sillas recrean lo que sería un taller de ensayos, donde Audrey y Stand, que son actores, tienen pactado su último desencuentro. 


Este drama utiliza representaciones ortodoxas de lo masculino y femenino, en su relación con el amor. Stand es severo y retórico. Al mismo tiempo que trata de desarticular el concepto del amor romántico, construye una mujer idílica, una actriz apasionante y atractiva, de modo que la pregunta por qué terminas con ella asoma muchas veces. Audrey es ácida y descarnada. Ella no nos habla del amor, sino de su amor por Stand. Recuerda su relación, y argumenta y reclama desde el dolor de quien sigue amando, incluso intenta un último acercamiento; pero solo recibe ese agrio desencanto que siempre nos obliga a refugiarnos en el orgullo. Las actuaciones son impecables, ambos vocalizan perfectamente, manejan los tiempos y la respiración y hacen gala de un despliegue físico impresionante.

Es reconfortante comprobar que Lima puede producir actores de la misma calidad que Europa. Los adjetivos de una crítica española de la misma obra les calzan perfectamente a Lucia Caravedo y Eduardo Camino; ya que Audrey fue “un turbión encendido de poesía” y Stand como un pequeño “buñuelo incendiado”, pues su retórica es casi falaz y merodea muchos lugares comunes. Clausura del amor es una prueba de resistencia tanto para los actores como para el público, es saludable que haya tenido una temporada en Lima.         



jueves, 10 de noviembre de 2016

LUZ OSCURA

La mayoría de personas pasan por la vida sin sentir grandes motivaciones en el corazón, sus intereses son creados por la vida misma, quieren viajar, enamorarse, tener fortuna. Sin embargo, existen algunas que tienen otro tipo de aspiraciones, quieren dominar un arte, ser expertos en determinada materia, explorar ideas o conceptos... Estos deseos no tienen como motivación directa la vida, sino que se transmiten a través del arte, la religión, la ciencia. Generalmente, las personas más contrariadas e infelices son las que no saben distinguir claramente qué es lo que quieren. El profundo deseo de expresar el mundo desde su subjetividad se convierte en una sombra que los corroe por dentro y les susurra palabras como poder, fama, trascendencia. En ese momento, una luz oscura se apodera de sus egos enfermos, y sus vidas comienzan a ser gobernadas por la ansiedad y desesperación.


Luz oscura, obra escrita por Gonzalo Rodríguez Risco y Julia Thays, nos cuenta la historia de Amanda Luna (Nidia Bermejo), una infeliz actriz que no pudo lograr sus objetivos; y, por eso, vive autoexiliada en España y protegida por su esposo Fernando (Alberick García). Ambos regresan a Lima, donde los espera Willy, un amigo cercano de Amanda Luna o Mandy, como él la llama, quien alcanzó el éxito a costa de innombrables sacrificios. A partir de la historia de Amanda Luna, se muestra la realidad en su dimensión más grotesca y descarnada; la obra no solo nos habla del mundo teatral y artístico sino también de la condición humana actual, ya que trabaja tipos psicológicos complejos en cada personaje. Luz oscura es terrorífica porque recrea la infelicidad del ser humano. Hombres y mujeres que enloquecen por la fama y el poder, que mendigan afecto, que deambulan acosados por el mundo, desamparados, desesperados.

Pero todo esto conservando un impecable trabajo estético y explorando innumerables matices. Los tres actores fluyen en escena como fantasmas durante casi todo el montaje. Movimientos performáticos y otros recursos escénicos –iluminación, utilería– se combinan con los parlamentos, de modo que, al mismo tiempo que se seduce al espectador, se plantea una interpretación intelectual demandante. Es que la estructura de Luz oscura es especial, no particularmente porque recurre a la narración circular, sino porque a través de las escenas y diálogos se exploran los pensamientos de los personajes, para ello se combinan voces, se mezclan recursos escénicos, se quiebran los ritmos. El montaje logra cambiar el registro emocional de manera estupenda. Se pasa de un tono jovial e irónico a uno ácido y despiadado. Un momento de candor y ternura se puede convertir en uno desagradable y patético. En uno de los momentos dramáticos más intensos, Amanda Luna es acosada por todos sus demonios, entonces, sale de escena, rompe la cuarta pared, grita y utiliza un recurso metaficcional memorable.      


Los tres personajes plantean personalidades psicológicas disfuncionales. En ese sentido, es necesario recrear emociones complejísimas para darles vida. Felizmente, los tres actores cumplen plenamente con este requisito. Amanda Luna cobija en su interior a Mandy y Sofi, la primera es una grácil y delicada actriz, la otra, una niña-mujer sensual y contrariada. Nidia Bermejo representa estos papeles perfectamente. Se desenvuelve con gracia y elegancia entre la performance y los parlamentos, es sutil y atractiva cuando su papel adquiere cierta carga erótica y desconcertante cuando bordea el umbral de la locura. Jesús Neyra logra que Willy conserve su orgullo intacto a pesar de su afección traumática. Pensamos encontrar estereotipos en la actuación y la voz de Jesús, pero todo lo contrario, supo crear un personaje propio y autónomo, con los matices psicológicos necesarios. Finalmente, Alberick García nos tiene acostumbrados a actuaciones correctas, es uno de los actores más constantes del medio.

La dirección estuvo a cargo de Julia Thays, de lo expuesto se puede colegir que estamos ante un trabajo impecable. No obstante, Luz oscura es memorable, principalmente, por las actuaciones, las cuales permitieron crear un mundo aterrador pero seductor al mismo tiempo.

  


miércoles, 26 de octubre de 2016

CREOENUNSOLODIOS

No me llames infiel, ¡oh, alma mía!
si te digo que tú misma eres Él
Rumi (poeta místico musulmán)

Los versos de este epígrafe podrían ser atribuidos también a un poeta cristiano. Sin embargo, la diferencia es que el cristianismo occidental piensa desde la dualidad: mente-alma; en cambio, un musulmán piensa desde la unidad del ser, que vive en consonancia indesligable con Alá. En occidente los pensamientos psíquicos y los sentimientos están disociados de la parte espiritual, somos, antes que nada, exclusivamente lo que pensamos. Los musulmanes creen en la unidad del ser, la primera cualidad de su existencia psíquica y sensorial es la Nada, el goce de la Nada y el reconocimiento de la unicidad de su ser con Alá. Esa concepción es diametralmente opuesta al pienso luego existo occidental. De esta diferencia se deriva la separación entre el Estado y la Iglesia en el mundo occidental y, por el contrario, la fusión de los mismos en el mundo musulmán. No obstante, también existen muchas similitudes entre el cristianismo y el islam. Ambas tradiciones –el islam antes que el cristianismo– son herederas de las filosofías helénica y griega, y ambas son orgullosas y triunfalistas, ya que creen poseer la verdad revelada y ser responsables de esparcirla por el mundo.  


Para intentar comprender qué pasa por la mente de una persona que busca aniquilar a todo aquel que no profese sus creencias, es necesario tener en cuenta los aspectos ontológicos descritos. Creoenunsolodios, escrita por el italiano Stefano Massini, está muy lejos de lograr esto. Esta obra nos relata la historia de tres mujeres que tienen un destino compartido en el contexto de la guerra palestino-israelí. Shirin (Jely Reátigui), una joven palestina que se inscribirá en un grupo político islamista; Edén (Urpi Gibbons), una profesora israelí que sufre un atentado; y Mina (Karen Spano), una soldado estadunidense. El texto de Massini, y esto se puede apreciar desde el título de la obra, plantea un juego simbólico superficial: «En esta parte de la tierra los dioses en persona hacen sonar las sirenas». Además, plantea una somera discusión histórica que pone en evidencia las consabidas inconsistencias del discurso de Occidente, representado por E.E.U.U. Pero, salvo el momento de la iniciación de Shirin: «Es tu alma la que debe comprobarnos que eres fuerte», jamás podemos percibir que el autor tenga siquiera la intención de reflexionar acerca de temas ontológicos relevantes. Se concluye que Creoenunsolodios no ayuda a desmitificar la idea que tenemos de los musulmanes, ni comprender las razones por las cuales una parte del mundo musulmán considera que los occidentales encarnan el mal en sí mismo.   

Una manera simple de calificar la obra Creoenunsolodios es decir que es políticamente correcta. Desde mi perspectiva de análisis, ser políticamente correcto es negativo, ya que, en ese caso, cuestiones estratégicas de cualquier índole son más importantes que un análisis certero. Por mucho tiempo ser certero en vez de políticamente correcto ha sido un axioma dentro del mundo académico; sin embargo, ahora, en estos tiempos de acendrada subjetividad especulativa, parece que ya no es así. Algunos compañeros críticos de teatro consideran que no estoy suficientemente involucrado en el circuito teatral limeño. Creoenunsolodios recibió muchas opiniones favorables durante su temporada; por esa razón, al parecer, cualquier comentario desfavorable debiera ser morigerado para entrar en el diálogo correspondiente.     

¿Alguien podría pensar que cuando se dice: “esa obra de teatro es muy buena”, se ha realizado un análisis riguroso de cada uno de sus elementos para determinar si dicha obra cumplió con ciertos estándares requeridos? Si alguien dice que una obra es buena es porque le ha gustado; y el gusto no se apoya en algo cartesiano, no se apoya en elementos contingentes, sino que viene de más atrás, como de una certidumbre intuitiva que poco tiene que ver con lo racional. Si renunciamos por completo a las categorías metafóricas “bueno” y “malo” quedaríamos atrapados por conceptos objetivos totalmente ajenos a la profunda sensibilidad estética del ser mismo. Se sigue que el gusto se define a partir de un entramado de elementos racionales y no racionales, dentro de los cuales se incluyen aspectos éticos. Si una obra de teatro no nos hace comulgar con ella, lo más probable es que fracase estéticamente. Es evidente que el arte no transforma a las personas, pero también es evidente que los aspectos éticos están directamente vinculados con la apreciación estética de una obra de arte.


Por lo expuesto, Creoenunsolodios, a grandes rasgos y debido casi exclusivamente al texto, es una obra de teatro mala. A pesar de esto, tiene aciertos importantes, vinculados con la dirección, a cargo de Nishme Súmar. Uno de ellos es el manejo de la estructura narrativa, la cual mantiene atrapado al espectador y realza ciertos aspectos del texto. Por otra parte, proponen seducirnos con imágenes sugestivas, a través de los recursos audiovisuales y escenográficos del teatro de la Universidad del Pacífico. Sin embargo, por la envergadura del tema, esto no resulta relevante. Siglos de investigación teatral han demostrado que no es conveniente que el teatro vuelva pasivos a los espectadores o, en otras palabras, que trate de seducirlos. Un montaje teatral, en especial cuando se tratan temas tan elevados, no debe decirte “yo se esto que tu ignoras”, debe decirte “tú y yo vamos a explorar esto que ambos ignoramos”.   


jueves, 6 de octubre de 2016

PARÉNTESIS

«El hombre, sin ningún apoyo ni socorro, está
condenado a cada instante a inventar al hombre».
Jean Paul Sartre

Más que una crítica estas líneas serán un tributo a mi amistad con Espacio Libre. Así que hoy, en mi calidad de ser humano, o de tiempo, que es lo mismo, haré uso de mis alas para dar cuenta de un afecto entrañable.

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Resulta evidente que el arte ha perdido casi todo su poder contestatario. Vivimos en un oscuro preludio; nuestra vida cultural, aunque parezca dinámica, yace bajo una sombra agónica. Somos obligados a pensar que «toda actitud crítica resulta redundante y anecdótica frente a su referente social». Se imprimen miles de volúmenes pedagógicos sobre el cuidado del medio ambiente, que incentivan a niños y niñas a ser guardianes de la naturaleza; pero, al mismo tiempo, el gobierno permite la minería ilegal y el tráfico de menores. Vemos fotos de niños sirios sufriendo, agonizando, pero solo son postales, como imágenes del Che-Guevara impresas en tazas, polos… porque sabemos que a quienes controlan el mundo no les importa la humanidad, sino solamente sus intereses estratégicos.

Este es nuestro mundo. Por eso, muchos vivimos desesperanzados o quizás en un limbo agridulce; porfiados, unos, y cínicos, otros. Algo parecido a la resignación es más poderoso que nunca. Sin embargo, todavía existen quienes somos contestatarios, quienes creemos en el poder de una ideología, quienes queremos un mundo libre. Y todavía existen grupos como Espacio Libre, referente de un tipo de teatro eminentemente político y revolucionario. Su casa, mi casa, es una trinchera para los que no renunciamos a la ideología. Y lo cierto es que un teatro sin ideología no es teatro. Todos los demás géneros literarios pueden prescindir de un sistema de ideas y convertirse en cualquier otra cosa; pero para el teatro esto es imposible. Encima de un escenario es donde mejor se pueden vivir y sentir los ideales. Creo en el teatro que hace Espacio Libre; pues creo, como fiel penitente, en la ideología, en que el poder de un sistema de ideas e ideales puede cambiar el mundo.

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Paréntesis, monólogo escrito por Diego La Hoz y en el que actúa Karlos López Rentería, narra la historia de un hombre que, como todos en algún momento, tiene que repensar su vida para tomar una decisión. Pensar su vida es pensar su pasado, su tiempo, y los límites de su existencia…«el mundo me es insuficiente, es demasiado grande y no puedo desmenuzarlo». Como todos los montajes de Espacio Libre, Paréntesis cuestiona conceptos claves de la modernidad; pero aquí, en especial, se problematiza la noción de sujeto moderno. El protagonista juega a ser el tiempo, intenta detenerlo para definirse e intenta definirse para comprenderlo. Espacio Libre siempre ha buscado construir un teatro de la alteridad. Paréntesis es la mejor apuesta para alcanzar ese objetivo, ya que el público cumple un rol fundamental en esta propuesta que pretende una deconstrucción del sujeto moderno.

En un monólogo, a falta de otro personaje en escena, el público debe convertirse en un interlocutor, si queremos que participe activamente en la experiencia dramática. En la mayoría de las obras, cuando el público deja de tener una función pasiva, se convierte en un cómplice. Sin embargo, en la intimidad de un diálogo de dos, es difícil que el espectador exprese solidaridad, camaradería o aquiescencia frente a lo que observa. En este caso deja de ser un cómplice, su función ya no puede ser cooperar o completar sentidos. El proceso intelectual en el que nos involucra este monólogo de estilo brechtiano amerita que repensemos la caracterización del espectador. ¿Hasta qué punto es posible convertirlo en un personaje?  

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Por otra parte, probablemente la mejor manera de intentar pensar el tiempo sea a través del teatro. Porque el teatro es eterno presente, desgaste de energía, relación cinegética entre dos opuestos complementarios; pero todo ello dentro de un periodo establecido que permite conmensurar un flujo determinado. Según Stephen Hawking lo que nos permite percibir el tiempo es la entropía inherente al sistema físico; es decir, el desgaste que se genera cuando transcurre eso que llamamos tiempo. Así estemos quietos, sin hacer nada, nuestro cuerpo físico y quizás también nuestro cuerpo espiritual están en entropía, perdiendo energía. Ante esta inevitable perdición–pérdida de energía− el ser humano no tiene escapatoria. Paréntesis intenta expresar ese aspecto de la condición humana, la paradoja de estar siempre en perpetuo reinicio.



martes, 6 de septiembre de 2016

LOS REGALOS


Muchas veces, más de las que deseáramos, las palabras no logran expresar con exactitud nuestra relación con el mundo. Los aspectos más importantes de la vida: ondas emociones, arraigadas ideas, miedos profundos habitan –utilizando palabras de Eugenio Barba− un nivel pre-expresivo. Los regalos, proyecto colectivo de la Compañía de Teatro Físico, dirigida por Fernando Castro y en la que actúan: Diego Cabello, Eduardo Cardoso y Miquel de la Rocha, demuestra que «antes que nada, el actor habla con el cuerpo», a la vez que permite acercarnos al sentimentalismo y la ternura que los hombres hemos aprendido a ocultar bajo una máscara desde pequeños.

Los regalos es una caricia. Todos los elementos del montaje: danza, mimo, música, objetos, proyecciones audiovisuales, colores obedecen a un solo trazo. Existe un ritmo que, como en todas las obras, varía durante el transcurso de la representación, pero el equilibrio de la creación siempre se mantiene dentro de un intervalo definido. No solamente existe armonía, por ejemplo, entre las acciones de los personajes y la música, existe armonía entre los colores, las texturas, los sonidos… La historia del padre y sus dos hijos es dibujada por los cuerpos de los actores, y a pesar de que se prescinde de la palabra, la fuerza dramática es poderosa.

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El trabajo de la Compañía de Teatro Físico sigue el magisterio de la Escuela Internacional de Teatro de Jacques Lecoq. Los regalos es un invalorable ejemplo del legado que el maestro de teatro francés sistematizó en El cuerpo poético (1997). A continuación, algunas de sus principales directrices pedagógicas. Para Lecoq existen actos de creación y actos de expresión. La mayoría de actores utiliza la expresión, usan sus propias vivencias para darle mayor expresividad al personaje; según Lecoq, esto conduce a que «se apropien de una parte del texto, sin poder dársela al público». No existe un genuino acto de creación, porque este radica en la entrega total de la obra de arte. Esto solo se logra a través de la comunión con el cosmos, al momento de la creación, y con el público, al momento de la representación.

Para que el actor tenga la capacidad de jugar a plenitud con el cosmos, Lecoq crea la máscara neutra, la cual «permite descubrir la expresión dramática del cuerpo y los movimientos». Esta tiene múltiples funciones, sitúa al actor en un estado de equilibrio y apertura, a la vez que sirve para que el público se enfoque en el cuerpo del actor. Las máscaras que usan en Los regalos tienen rasgos fuertes pero igual pueden expresar ternura, tienen un formato común pero también pequeñas diferencias que permiten identificar cada personaje. Para vivir y sentir el mundo a través del cuerpo se utiliza el mimo. El arte de sentir, pero no solo la materia, sino también las acciones y emociones, ya que existe una fuerza dinámica en todo.

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La propuesta de Lecoq se aleja de la materia y la subjetividad, plantea la existencia de un mundo de ideales, en el sentido platónico. Lecoq lo llama fondo poético común. En algún lugar habita el Amor, el cual permite representar todos demás los amores; la Pelea, la cual permite sentir y vivir todas las peleas. Atendiendo a este concepto podemos decir que, a través de Los regalos, hemos podido asistir al fondo poético común de la relación afectiva entre hombres. Honor, respeto, miedo, pudor, competencia, rencor. Esta es la historia del padre que educa a sus hijos. La historia del regalo que permitió al hermano mayor emprender el viaje. La historia del hermano menor que debió quedarse en casa. Una historia del amor varonil. Parece un oxímoron, pero mucha gente está luchando para que esto cambie pronto.  


domingo, 28 de agosto de 2016

EL MONTAPLATOS


Para Ionesco, Beckett, Pinter –máximos representantes del teatro del absurdo−, la historia del siglo XX evidencia la intrínseca irracionalidad humana. Si bien esa sensación absurda nace en el siglo de las guerras mundiales, es evidente que, en el siglo XXI, perdura como una característica fundamental de nuestra sociedad. Antes existía un desarraigo en el hombre moderno, ya que el mundo devino en algo distinto de lo esperado. Hoy supervivimos en una sociedad incluso más falaz pero alegre, donde la contradicción es natural y cotidiana.

El montaplatos, escrita por Harold Pinter y estrenada en 1960, tenía un objetivo claro: poner en evidencia la estructura enajenante de las relaciones de poder. La versión de El montaplatos dirigida por Joaquín Vargas, en la Alianza Francesa, logra plasmar esa crítica a las estructuras de poder. La novedad en la propuesta de la Alianza Francesa es que el director interviene como personaje. Su presencia consigue que la estructura jerárquica de poder sea mucho más explícita. La historia de Ben (Juan José Espinoza) y Gus (Fernando Luque) transcurre en un pequeño espacio, delimitado con cinta blanca, con escasa utilería: dos sillas, un maletín, una pistola. Son dos asesinos que están esperando las indicaciones de su jefe para realizar un nuevo trabajo.

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El personaje del director siempre está fuera del espacio delimitado por la cinta. Deja un sobre, da instrucciones, manipula a Ben y Gus. Es el director y quizás sea el jefe, el que controla; quien ve todo desde afuera. Dentro del área delimitada solo Ben siente su presencia. Solo él es plenamente consciente de que hay alguien más allá afuera. Quizás por eso sus parlamentos son lacónicos y directos, siente que lo escuchan. Se hace evidente él tiene más tiempo trabajando allí. Gus no es consciente de la presencia del director-jefe. No es coincidencia que al comenzar la función aparezca con los ojos vendados y al final sea dirigido por el propio director hacia su última escena: la de su propia muerte. Los parlamentos de Gus son más largos, es mucho más desiderativo, juega con el lenguaje, especula todo el tiempo.

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Durante la obra el discurso se va transformando sin una lógica racional aparente, pero la estructura de poder se mantiene intacta: Director-Ben-Gus. El teatro del absurdo crea universo cohesionado y autónomo, de modo que lo incoherente se transforma en una regla perfectamente verosímil dentro de ese mundo. Así, como en la vida, tenemos a un alineado y pulcro Ben, que no hace preguntas y vive en complicidad con su superior, hace lo que debe y actúa sin mayores complicaciones; por otro lado, Gus es totalmente desalineado, problematiza sus acciones, incluso cuestiona el propio lenguaje, siempre se muestra inconforme y desea saber más. Por fuera de ellos el director, quien detenta el poder, establece las reglas de juego.   

Todo esto debe ser descubierto poco a poco, para ello el espectador debe aceptar la convención. Si no se involucra decididamente y cumple un papel inquisidor, la obra no funciona. Para lograrlo, además de un montaje correcto y actuaciones destacadas, se debe convertir al espectador en un detective. La obra se presenta bajo el rótulo «Trampa para dos actores y una audiencia», pero esto no es suficiente, es necesario brindar más pistas. Ninguna lectura discursiva o simbólica –ni la metateatral que propone el propio director− está garantizada si es que se deja al público a la deriva. Muchos entusiastas del subjetivismo podrán pensar que eso es lo mejor. «El público debe encontrar por sí solo el camino. En la experiencia del arte cada uno debe plantearse sus propias preguntas». Lo cierto es que en un mundo donde campea una falsa libertad, la respuesta más adecuada nunca es la verdad.  


domingo, 21 de agosto de 2016

COLLACOCHA


Collacocha fue escrita por Enrique Solari Swayne y estrenada en la Asociación de Artistas Aficionados en 1956. A grandes rasgos, podríamos decir que se trata de un drama épico. Pues aunque no descuida los aspectos dramáticos, lo narrativo prima en la composición. Como en muchos de los mejores dramas donde la historia es lo primordial, esta obra nos atrapa por el manejo de la tensión y por el protagonista, quien conduce la narración: el ingeniero Echecopar.

Echecopar anhela la modernización del Perú. Por eso, desea terminar a toda costa, aunque tenga que asfaltar la carretera con sus huesos y los de sus obreros, un túnel de la costa a la selva, a través de los andes. Sin embargo, la laguna Collacocha amenaza desde la superficie, hace rondar a la muerte por los túneles del proyecto. Esta obra toca un tema neurálgico para los países de América Latina. Durante toda nuestra historia hemos pensado que la modernización nos conduciría al progreso.


Hoy hemos comenzado a cuestionar aquel mito. Todavía creemos en una historia progresiva que nos conducirá inevitablemente al desarrollo. Pero, como afirma Rómulo Assereto, director de Collacocha de La Plaza, nos hemos percatado de que quien se sacrifica por ese supuesto “desarrollo” siempre es el otro. A pesar de ello, aún estamos muy lejos de asumir la historia desde un horizonte analítico distinto al del mito del progreso. Así, en el programa de mano de Collacocha, Alberto Rincón Effio escribe: «Dominar la naturaleza ha sido el fin interminable de la especie y de la historia, marcada por grandes hechos y pequeños esfuerzos que lo prueban. Primero fue el que construyó sobre lo alto de una montaña y la dominó, luego el que se embarcó a mar abierto hacia…»

No es posible que se cometan errores de esta magnitud. Seguiremos creyendo que la humanidad “avanza” hacia el desarrollo mientras se siga pensando que la historia de la especie humana es la historia de Occidente. Dominar la naturaleza no ha sido el fin interminable de la especie y de la historia. De hecho este proyecto europeo nace con la modernidad, alrededor del año 1637, cuando Descartes escribe el Discurso del método. Cuando Marx y Engels escriben el Manifiesto del Partido Comunista en 1848 la idea de progreso acababa de ser sistematiza hace menos de 100 años.


En 1956, Collacocha se convirtió en un producto ideológico al servicio de los intereses de las clases dominantes. Echecopar encarnaba el anhelo de modernización del país. El discurso actual todavía anhela el progreso, aunque se declara cada vez más consiente de los perjuicios que produce y se muestra condescendiente con aquellos que sufren por el crecimiento económico del país. Eso es todo lo que hemos avanzado. La obra Collacocha estrenada en el teatro de La Plaza conmueve. El trabajo de escenografía, sonido y luces logra hacernos sentir los elementos de la naturaleza. Se siente el murmullo del agua, el eco en las rocas. El Echecopar que se presenta es agradable. El papel le asienta muy bien a Leonardo Torres Vilar. Su voz y sus maneras aristocráticas tienen suficiente fuerza para encarnar a un héroe excéntrico, un adalid del progreso, pero también una noble hidalguía que permite sentir su duda y arrepentimiento. Logra ser el vínculo dramático con una anécdota que se presenta distante del espectador.

Al respecto resulta curioso que el público se riera constantemente, incluso en los momentos de mayor tensión dramática, cuando el miedo por la inminente inundación descontrolaba a los personajes. Para Baudelaire, uno de los primeros poetas modernos, la belleza radica en las pasiones. Quizás ese aspecto épico de la modernidad, aquel ingeniero aventurero que se enfrenta a la naturaleza y arriesga su vida por el desarrollo, resulte muy lejano para nosotros, casi una caricatura al lado del empresario proactivo que busca maximizar sus recursos. Eso permite preguntarnos: ¿dónde radica el lado épico de la vida en la actualidad?, ¿cuál es la naturaleza de la belleza en los días que vivimos?


jueves, 21 de julio de 2016

LA MULTITUD

«No existe otro país que pueda reivindicar una civilización tan continuada en el tiempo ni un vínculo tan estrecho con su antiguo pasado…»
Henry Kissinger

La velocidad extrema los medios de comunicación y la información casi infinita almacenada en la red condenan al mundo artístico y cultural a depender del marketing. En otra época, algunos acontecimientos culturales adquirían cierto cariz noble y aristocrático –en el sentido de refinado y distinguido−, y eran importantes por lo que representaban, sin embargo eso se ha extinguido por completo. Por eso, el estreno de La multitud, escrita por el dramaturgo chino Nick Rongjun Yu y dirigida por Marissa Béjar, pasó por la cartelera como cualquier otra obra teatral. Cuando fue el estreno mundial de Yu en el idioma español y la primera vez que vemos una dramaturgia contemporánea china en el Perú.


Nuestro aporta consistirá en describir algunas características de esta obra, las cuales son radicalmente diferentes a las del teatro occidental. La multitud nos narra la historia de la venganza de Wang Guoqing («Yo soy como el polvo que revolotea en la luz y que nunca se asienta»). Los sucesos se inician durante la Revolución cultural china, donde su madre es asesinada por Ding Jianguo y continúan hasta la actualidad, en la llamada apertura de China al mundo. El elenco estuvo conformado por Victor Prada, María Angélica Vega, Maríajose Vega, Oscar Carillo, Anneliese Fiedler y Claret Quea. Estamos ante actores de primerísimo nivel, a pesar de esto nunca notamos que alguno se destaque; si Wang Guoqing es el protagonista, pareciera que esto solo se refleja a nivel de la historia. La profundidad de la obra no radica en la construcción de los personajes, sino en el multi-perspectivismo con el que se construyen las escenas y todo el montaje en general.    

Estamos ante juego simbólico, por lo menos, novedoso, las alegorías se manejan de manera distinta a la que estamos acostumbrados. Aquí podemos mencionar, como acotación, que el lenguaje chino tiene aforismos que tienen siglos de antigüedad y que aún son reconocidos plenamente en el habla cotidiana. En todo el trabajo simbólico de la obra no se percibe una intención teleológica explícita, las figuras y alegorías –cuervos, nubes, multitud, lluvia, árbol, ciudad− simplemente son, están allí. En vez del tufo pedagógico que esconde explícita o implícitamente casi todo el teatro occidental, se percibe algo que podríamos llamar un sentido aleccionador. Cuando un director de nuestro medio dice: la intención de nuestra obra no es dejar ningún mensaje… esto raramente se cumple o se puede cumplir. El teatro occidental tiene una carga pedagógica inherente.


Para finalizar algunos apuntes acerca del multi-perspectivismo. Este no solo se refiere a personajes, quizás las escenas más atractivas y bellas son narradas desde el punto de vista de las nubes, de un árbol, de los cuervos. La narración y el diálogo se combinan de manera constante durante toda la obra, y las acotaciones forman parte del parlamento de los actores. Nunca existe un solo punto de vista; personajes, objetos y animales cuentan alternadamente la historia. Los cambios de perspectiva son constantes, se convierten en la regla, dejan de ser la excepción. A todo esto se suma un juego coreográfico, luminotécnico y audiovisual que crea un mundo sugerente y apacible. Nos acercamos a la violencia desde otra sensibilidad. Por ejemplo, una escena relata un combate entre tanques blindados a través de un lenguaje lúdico y paradojal, que trivializa la violencia. El enfrentamiento pierde su tono severo y épico y adquiere uno festivo y jocoso.

Agradecemos el estreno de La multitud porque nos permitió experimentar otro tipo de teatro. Es una excelente noticia que el Instituto Confucio de la PUCP tenga planeado continuar montando dramaturgia china contemporánea. Ahora hemos hablado muy superficialmente de algunos elementos. En el futuro esperamos corroborar estas primeras intuiciones y continuar el acercamiento a ese otro mundo teatral.       


miércoles, 29 de junio de 2016

ANTÍGONA

La Antígona del Grupo Cultural Yuyachkani quizás sea el monólogo peruano más representado en Latinoamérica. Desde su estreno en el 2000 −año simbólico para Perú− la obra ha adquirido fama internacional, ha sido puesta en México y Argentina, y aquí es constantemente llevada a escena, esto la ha convertido en una obra fundamental del grupo. Fue compuesta por José Watanabe ha pedido expreso de Teresa Ralli y Miguel Rubio, la protagonista y el director, respectivamente. La adaptación de Watanabe logró condensar, nada menos que a través de un clásico, los temores, las frustraciones y los anhelos de una época.

El clásico griego evidencia, como ninguna otra obra, el conflicto entre la libertad del individuo y el poder represor instituido en nombre del bien común. Watanabe y Yuyachkani inscriben la obra Sófocles en la modernidad, fracturada por la conquista del poder. La lucha contra el poder que reprime las libertades implica un compromiso. Solo una adhesión consecuente conducirá a la liberación; sin embargo, al final del camino casi siempre encontraremos el fracaso. Quizás sea esto, el miedo al inminente fracaso, lo que asustó a Ismene e impidió que ayudara a su hermana. En la versión de Watanabe, Ismene relata la historia de Antígona y también su propia historia: la del deseo de aplacar la culpa que la atormenta.


Por más que sean ampliamente conocidos, no es ocioso mencionar los excelentes recursos empleados por Yuyachkani. Con pocos elementos se logra crear una atmósfera envolvente. Por momentos las luces parecen esculpir, perfilar el humo que envuelve el salón, con un ligero olor a agua florida. Ciertos parlamentos, a veces los más sustanciales, están acompañados de acciones precisas que les otorgan más fuerza y energía. A esto, se suma el magisterio de la escuela actoral Yuya, encarnado, esta vez, por Teresa Ralli, quien puede cambiar el registro de su cuerpo, su voz, su mirada de una manera potente, natural y atractiva.

Sin embargo, existen dos aspectos de la obra en los que debemos reparar. De todos los personajes interpretados por Teresa, Hemón es el menos severo, el que tiene menos sustancia, y si lo comparamos con Antígona, Creonte o Ismene, Hemón desluce completamente. Dos escenas son vitales en la Antígona de Sófocles. En la primera, cuando Antígona es llevada a palacio y se declara culpable, Ismene quiere aceptar el mismo castigo que ella, pero Antígona la desprecia, esto alimenta la culpa de Ismene. En la segunda, Hemón pide a su padre que libere a Antígona, al inicio trata de hacerle notar que su decisión no es respaldada por el pueblo, lo que podría generar perjuicios para su reinado, pero Creonte no cede, entonces Hemón lo acusa directamente de ser un tirano, su pedido se transforma en un ataque mordaz: «A ti, lo que te iría bien es gobernar, tú solo, una tierra desierta». En la versión de Watanabe vemos a un Hemón pusilánime, cuando mucho exhorta a su padre. Se nos impide ver a Creonte siendo acusado por su propio hijo. Quizás este cambio sea lo que convierte a Hemón en un personaje de segunda categoría, y ello le quita presencia dramática.


Finalmente, se puede apreciar un cambio en el transcurso de la obra. En la primera parte los cambios de los personajes nos sorprenden, Creonte surge sin que nosotros lo podamos prever, avizoramos a Antígona, pero no estamos seguros de que ella será el siguiente personaje que cobrará vida en escena. Posteriormente, quizás de la mitad en adelante, el sugerente desconcierto inicial se pierde por completo, sabemos qué personaje será el próximo. Estos cambios se pueden detectar en el texto. Al inicio de la obra, la narradora, Ismene, utiliza el pretérito, cuando mucho sugiere que personaje aparecerá. Pero luego, cambia la voz, se convierte en narradora testigo, anticipa la participación de cada personaje, y utiliza el discurso indirecto e indirecto libre, de modo que, los personajes hablan a través de ella incluso antes de salir a escena. Así, salvo la parte inicial y el desvelamiento y la redención final de Ismene, la mayor parte de la puesta en escena estamos ante una narradora testigo que describe una secuencia lineal de hechos y anticipa la participación de los personajes. Esto puede parecer una cuestión anecdótica, pero sin duda, si la conmoción inicial se hubiera conservado, otro sería el resultado de la composición.



*Existe una entrevista a José Watanabe, publicada el 2002, en La Gaceta, titulada Antígona: Disolverse en la luz; es sumamente valiosa, revela detalles interesantes de la composición. 

sábado, 4 de junio de 2016

EL ROBLE, LA ORILLA Y UNA CADENA DE ORO


No queda claro si El roble, la orilla y una cadena de oro es una composición autónoma o una adaptación libre de Las tres hermanas de Antov Chejov. En todo caso, esta obra itinerante del grupo Pánico Escénico, escrita por Christian Saldívar y dirigida por Fito Bustamante, nos invita a reflexionar sobre los límites del uso o la adaptación de una obra de teatro. ¿Cuáles son los retos que impone utilizar como referente de creación a un clásico teatral? ¿Cuáles serían las diferencias entre adaptar una obra o utilizarla como un disparador creativo?


Entendemos por adaptación libre a la modificación personal y subjetiva de una obra teatral. Tradicionalmente, el término adaptación ha sido utilizado para designar la transformación de una obra literaria para su uso fílmico o teatral, aunque también existen adaptaciones del cine al teatro y viceversa. Si consideramos que toda adaptación debe regirse por ciertos parámetros establecidos por el género al que se va a transformar la obra primigenia y que el foco de atención se centra en las modificaciones que el texto requiere; por qué llamamos adaptación libre a una creación que se apropia de la historia y/o la idea central de una obra para modificarla a su antojo sin tomar en cuenta el texto y la forma originales.

En Las tres hermanas, Irina ante un comentario de Tusenbach replica: “Usted dice: la vida es hermosa. Sí, pero ¿y si solo lo parece? Para nosotras, tres hermanas, la vida aún no ha sido hermosa, nos ha sofocado como hierba mala…” En El roble, la orilla y una cadena de oro, Irina, Masha y Olga se encuentran después de siete años, pero a pesar del paso del tiempo no existe ningún cambio sustancial en los personajes ni en la atmósfera representada. Las pinceladas que intentan introducirse para otorgarle cierta consistencia a la adaptación son, a penas, anécdotas. El embarazo de Irina, la flemática independencia de Masha, la aparente locura o estoicidad de Olga no son consistentes. Lo único claro es que se cumple el destino que cada hermana presagiaba para sí, cada una conserva su sombra trágica. Así, se conservan la historia y los motivos de la obra original pero se pierde su profunda consistencia discursiva. Todo lo que se dice en El roble, la orilla y una cadena de oro esta sugerido en Las tres hermanas. Estamos ante una perífrasis innecesaria.


Distinto camino es utilizar una obra teatral como un disparador creativo. En este caso los signos serán completamente transmutados para crear una obra inédita, completamente original. Los disparadores creativos actúan en cualquier proceso de creación, todo el tiempo; la diferencia de utilizar grandes obras como disparadores creativos es que con estas se requiere un proceso de interpretación hermenéutica más complejo y profundo. Una adaptación libre debe extender el sentido o ampliar el ámbito de significación de la obra inicial; para ello tiene que seguir ciertos parámetros como cualquier adaptación, debe lograr ser consecuente con la obra original. En el mundo actual la subjetividad en el arte ha llegado a límites espectaculares, se crean obras artísticas al gusto y medida de que cada individuo, sin tener objetivos claros y sin atender a lineamientos. Una adaptación libre, al parecer, no es tan libre como su nombre indica.