sábado, 28 de enero de 2017

EL AMO HAROLD Y LOS MUCHACHOS

El 16 de agosto del 2012, un grupo de obreros realizó una protesta en la mina de platino de Marikana, explotada por la empresa británica Lonmin, al noroeste de Sudáfrica. Los manifestantes revindicaban sus derechos laborales y pedían salarios justos. Uno de ellos, Thuso Masakeng declaró a un reportero de Le Monde: «estamos explotados, ni el gobierno ni los sindicatos nos han prestado ayuda. Las empresas mineras se forran gracias a nuestro trabajo y no nos pagan casi nada. No podemos permitirnos una vida decente. Vivimos como animales a causa de unos salarios de miseria». Para cuando Thuso declaró esto a los medios, 34 de sus compañeros habían sido asesinados por la policía sudafricana. Una de las masacres fue registrada por los medios de prensa; existen imágenes del momento en que los manifestantes fueron acribillados.

Un número exagerado de policías, todos con metralletas, rodean a un pequeño grupo de manifestantes… los manifestantes avanzan, ellos disparan, y se levanta una nube de polvo, luego, poco a poco, el polvo se disipa y se dejan ver los cuerpos sin vida.


Se supone que el apartheid terminó en 1992, pero lo que acabó solo fue un sistema político. Las multinacionales, en Sudáfrica y en todas partes del mundo, pueden recurrir a las fuerzas estatales para cautelar sus intereses. Ahora existe un sistema más poderoso y extenso que el apartheid: el sistema corporativo y burocrático capitalista que controla casi toda la riqueza, somete a la gente y condiciona su pensamiento. En El amo Harold y los muchachos (1982), escrita por Athol Fugard, podemos apreciar el poder que tienen los axiomas de un sistema imperante en la psique de los individuos. Desde que nacemos somos condicionados, nuestros mayores temores son los que nos impone el sistema. Para un hombre blanco siempre será más fácil pensar que los negros, los latinos o los musulmanes tienen la culpa.  Por eso, Harold –Hally para la familia−, en vez de enfrentar su miedo, descarga su frustración odiando lo que le dicen que debe odiar.

Hally (Fernando Luque) ha tenido una infancia diferente a muchos niños de Sudáfrica durante el apartheid. Debido a que su padre era un hombre lisiado y alcohólico, buscaba refugio en el cuarto de los criados negros: Sam (Lucho Sandoval) y Wiilie (Alejandro Villagomez). De modo que, cuando niño, libre aún de todos los prejuicios, Hally pudo crear una fuerte amistad con ellos, sobre todo con Sam. Los hechos descritos por Fugard suceden años después, durante la adolescencia de Hally. Luego de salir del colegio, Hally llega a la cafetería de sus padres, allí están trabajando los dos sirvientes de la familia: Sam y Willie. Ellos bromean y discuten acerca de un concurso de foxtrot que se realizará pronto en la ciudad. Durante la primera parte de la obra se describe la amistad entre ellos. Sam y Hally discuten acerca de los grandes hombres progresistas del mundo, recuerdan los momentos que compartieron cuando Hally era niño, especialmente el episodio en que vuelan juntos una cometa, y discuten la calidad artística del foxtrot. En esta primera parte sucede poco, salvo unas llamadas que revelan la incomodidad de Harold con que su padre regrese del hospital a casa. No hay peripecia −cambio repentino de la situación− ni drama, la intensidad es baja, de modo que los textos se vuelven un poco volátiles, carecen de fuerza, no son directos, y por momentos, parece que estuvieran declamados.

Uno tono dulzón gobierna toda esta primera parte. Al parecer esto era necesario para que el giro dramático total, que se produce luego de la última llamada de la mama de Harold, se pueda percibir completamente. Quizás el director, Adrián Saba, pudo modelar mejor esta primera parte; sin embargo, puede ser que encontrar una energía apropiada cuando la intensidad dramática es baja sea un poco complicado. Luego de que los hechos cambian radicalmente, debido a esa llamada que altera a Harold, este y Sam se enfrentan y revelan todos los injustos condicionamientos de un sistema infame como el apartheid. La amistad entre ellos se destruye casi por completo, la ternura de la primera parte se convierte es odio y frustración. Durante esas escenas la inmersión ficcional del espectador es completa. Fernando Luque logra construir un adolescente con el alma débil y resquebrajada debido al odio y el miedo. Lucho Sandoval modela la hidalguía y el amor de un tipo que ya no existe: el sirviente honorable, quien pese a todas las injusticias siempre deja espacio para la sabiduría.


Aquí, podemos apreciar como el conocimiento de Harold es inútil ante la vida, es torpe para defenderse de los condicionamientos y las imposiciones del sistema; en cambio, la sabiduría ayuda a Sam, le permite mantenerse en pie y no dejarse atrapar por el odio. Entonces, si el conocimiento no sirve para enfrentar esos condicionamientos fijados a nuestra psique desde pequeños… ¿cómo alcanzamos la sabiduría para hacer frente a este sistema corporatocrático capitalista?    


martes, 24 de enero de 2017

ROSA CUCHILLO: EL DESMONTAJE

Rosa Cuchillo de Yuyachkani, interpretada por Ana Correa y dirigida por Miguel Rubio, utiliza la teatralidad y el performance. En palabras de la protagonista, este montaje puede ser definido como «una acción escénica para ser confrontada en los mercados peruanos». ¿Performance o acción escénica?, en realidad, estas palabras podrían ser tomadas como sinónimas. Además, considerando la amplitud de significados que tiene el concepto performance y la dificultad de encontrar un equivalente de esta palabra en el idioma español, la categoría acción escénica, propuesta por Ana Correa, resulta pertinente.

Este unipersonal se inspira en la novela homónima de Oscar Colchado. Pero solamente eso, no estamos ante un adaptación, ya que, en la novela, Rosa, luego de llegar al Janaq Pacha (región alta donde habitan los dioses y las almas escogidas), descubre que en realidad era Cavillaca, una huaca muy bella que vivía en tiempos anteriores a los del hombre; en cambio, en el montaje de Yuyachkani, Rosa es solo un «alma viva» que regresa a la tierra. Ana Correa y Miguel Rubio utilizan esta novela como pretexto para investigar el rol de la mujer en el tiempo de la violencia, específicamente el rol de la mujer como madre.


Rosa, guiada por la Providencia y su perro Wayra, recorre el mundo de los muertos buscando a su hijo Liborio. Esta búsqueda es reescrita por el cuerpo de Ana Correa (Rosa Cuchillo). Rosa ha regresado al mundo de la vida para hacer florecer la memoria, para curar a su pueblo de la pena. En la presentación a la que asistimos −en el Británico de San Miguel− no solo pudimos apreciar la acción escénica o performance, sino todo el proceso de construcción del montaje. Este proceso, más que por la investigación estética, estuvo guiado por la investigación antropológica. Esto resulta lógico dado que el performance es «un acto de intervención efímero que constituye una provocación, un acto político, un acontecimiento que deja “huellas de un acto real” (Jodorowsky) dentro de una zona de conflicto socio-cultural»[1].  

Rosa Cuchillo quiere ser un rito de purificación guiado por el trabajo performático –dar vida a través de la acción−. En ese sentido, la principal cualidad de esta composición es la utilización de la danza y la coreografía con distintos objetos (báculo, cuchillo, quero) para crear un clima propicio para la comunión mágica y espiritual. El momento iniciático es creado por la vestimenta, la entrada y el pequeño discurso de presentación de Rosa Cuchillo. La dimensión de la mesa –la misma que se utiliza en los mercados donde se realiza la presentación− es pequeña para concentrar la energía y favorecer al rito. Luego, el cuerpo de Rosa se transforma en signo a través de la danza y la música, y crea un puente que propicia el acto ritual.


Es importante reparar que el cuerpo de la protagonista adquiere plenamente una dimensión performativa; y, en este caso, no hablamos de la cualidad performática del montaje ni de la performance en sí misma. Un lenguaje performativo es aquel que tiene el poder de hacer cosas (J. Austin). En el rito el lenguaje evidencia todo su poder performativo, las palabras hacen cosas: curan enfermedades, alivian el ánimo, curan del susto. En los actos rituales que conozco, las palabras son el arma principal y el resto de elementos son accesorios secundarios. En Rosa Cuchillo de Yuyachkani sucede lo contrario. La danza, los movimientos coreográficos, los objetos, la teatralidad –capacidad de guiar orquestadamente la mirada del otro− cumplen la función performativa primordial, sustituyen a las palabras, e intentan curar a las personas y aliviar sus penas.  



[1] Fuentes, Marcela y Diana Taylor. Estudios avanzados de performance. México D.F., FCE, 2011.