sábado, 29 de marzo de 2014

DESIERTO


El ambiente artístico en nuestra capital está en un periodo de efervescencia. Lima aspira a ser una «metrópoli» latinoamericana, y sabe que para cumplir su deseo tiene que brindar una oferta cultural de primer nivel. En este complicado proceso el teatro está cumpliendo un rol protagónico. Luego de acaparar las redes sociales, tiene cada vez más presencia en la televisión y en los medios impresos; pero lo más importante, ha emprendido la titánica tarea de democratizar la cultura en esta noble ciudad. Hace pocos años la oferta teatral se reducía a los distritos de Miraflores y Barranco. Hoy, es posible asistir a funciones en Breña, Jesús María o Pueblo Libre. 

Muchos grupos son parte de este proceso, uno de ellos es la asociación cultural LIAE (La integración de las artes escénicas). Ellas apuestan por autores jóvenes con propuestas audaces, y sus obras se estrenan en Pueblo Libre o Jesús María, en auditorios o teatros que estaban proscritos para la cultura. He tenido la oportunidad de asistir a dos funciones suyas. La primera «El canto del monstruo» de Rocío Limo, propuesta totalmente inusual, pues planteaba una reflexión sobre las relaciones humanas a partir de los mecanismos de control; evitando así el tópico de las diferencias sociales o el de la violencia. De manera que, en y desde un hospital se indagaba en las relaciones interpersonales a través de la locura, la opresión y el miedo a la muerte. Fue una apuesta audaz y redonda con actuaciones sólidas y muy cohesionadas.  


La segunda es «Desierto» –la cual se encuentra en cartelera–  de Juan Pablo Bustamante, dirigida por Fiorella Franco y Gustavo Seclén. Esta obra es una alegoría de la tentación que sufre Jesús en el desierto, «nunca se sale del desierto, este es el paraíso», relata el protagonista. Y este desierto, evidentemente, es un lugar descarnado, terrorífico, sugestivo y psicodélico; donde el protagonista realiza constantes disquisiciones existenciales, a través del enfrentamiento con distintos personajes. La obra tiene momentos impactantes en los que perturba y conmueve al espectador. Como cuando el protagonista discute con un salvador andrógino, esta escena nos ataca con su sugestión a través del uso de los efectos escénicos. O cuando el protagonista desviste y revienta los ideales de un joven poeta, escena reveladora pues cuantos intelectuales al final de sus días se han visto maravillados por la podredumbre de sus vidas desperdiciadas.

Sin embargo, el gran manejo de los efectos que buscan perturbar al espectador y las excelentes metáforas como «algo se está pudriendo en el centro del mar», no son suficiente para que la obra sea exitosa. Mientras más aspiramos más riesgos corremos. El texto de Bustamante pretende abarcar muchos aspectos del desierto espeluznante en el cual vivimos; desde los maestros hasta el nuevo rol de la mujer, pasando por las inevitables reflexiones existenciales y religiosas. El simbolismo que plantea es demasiado descarnado y frontal, bulle como denso aceite hirviendo durante toda la obra. Pero, por momentos, la puesta en escena logra convertir el aceite en agua, a través de efectos como los que esbozamos líneas arriba (utilería, proyecciones audiovisuales, luces, penumbras); y la obra resulta ricamente perturbadora. En esos momentos… estamos cerca del teatro artaudiano, y el espectador tiene que retroceder la cabeza, en un movimiento brusco, pues el ataque es frontal, al corazón. Solo esto es un gran avance para el teatro capitalino acostumbrado a obras fáciles o de autores foráneos.


sábado, 15 de marzo de 2014

JAPÓN



«Como una intravenosa ejecutada por manos expertas. No sientes nada hasta que todo te ha sido inoculado. De pronto te das cuenta como comienza a recorrer tu cuerpo a través de las venas y penetra, uno por uno tus órganos vitales, hasta llegar al cerebro donde todo ocurre. No hay vuelta atrás.

Japón, el intenso drama escrito por Víctor Falcón es inclemente, como inclemente es la destreza de Carlos Tolentino, el director, para presentarnos esta historia de una manera delicadamente brutal».


Con estas palabras tan expresivas, pero poco reveladoras comienza German Ballesteros Loli el artículo dedicado a Japón. Obra sumamente densa, de una inusitada complejidad simbólica, donde la historia contada por Falcón es re-significada por Tolentino. Ballesteros indica que la trama de Japón no puede ser contada, pero se equivoca:

La matriarca de una familia en su lecho de muerte comienza a rescatar, reconstruir y saldar su pasado, en un afán de enfrentarse a la muerte o quizá de evitarla. Así, arregla cuentas con su esposo; que, a todas luces no pertenece a su misma clase social, con su hija; que, en realidad es hija de su esposo con una farmacéutica (por lo que sufre de complejos), y con su nieta, una adolescente disfuncional sadomasoquista. A esta historia se suma la de una conocida de la familia, o una ama de llaves (eso no importa) que no pude aceptar la muerte de su esposo y sus dos hijas. El finado esposo acompaña y endulza el camino de Alba, la matriarca, hacia la muerte. Pero solo nos enteramos de la muerte del esposo a la mitad de la historia, casi al estilo de El sexto sentido.

Estamos ante una historia intensa, pensada desde la televisión, que recurre al dato escondido; pero que tiene la particularidad y el mérito de contar un drama usando símbolos poderosos como la muerte, la memoria y el olvido. Y, además no pasa por alto el tema de las diferencias culturales y del racismo que impera en nuestra sociedad. El drama peruano cae casi siempre en este tópico inevitable, el mérito de Falcón en encarar el tema desde otro ángulo.

Esta fortaleza es aprovechada y robustecida por la dirección y el montaje de Tolentino. Cambios temporales, diálogos sumamente complejos que parecen la suma de dos monólogos, acompañados de desplazamientos y objetos que significan, posiciones que significan… Toda la obra está cargada de un poder simbólico; así, en un momento, a los personajes ya no les hace falta hablar, sino que simplemente vuelan, viajan, se desplazan libremente y la obra adquiera una dramática belleza. 


Belleza simbólica «delicadamente brutal» que busca colocar como protagonista al dolor. El cual se convierte en la principal fuente de comunión entre los personajes, logrando potentes momentos en los diálogos de Alba (Attilia Boschetti) y Camila (Cheli Gonzales), la nieta. Dolor que se nos revela universal a través de la historia tan cercana a nosotros, de los símbolos orientales de esperanza y muerte, de la música francesa y de todos los demás poderosos signos que gobiernan la obra. Porque sí, son el resto de signos distintos de la palabra los que gobiernan la representación, y como dice Tolentino nos «cautivan de una forma diferente, alejada de vínculos culturales y estéticos inmediatos».  


lunes, 10 de marzo de 2014

LA REPÚBLICA ANÁLOGA


En la Francia de Luis XIV una obra de teatro era valorada por su contenido aleccionador, ético y moral.  La comedia no era la excepción, pues debía cumplir ciertas reglas básicas dictadas por el decoro y la razón; entre ellas, educar. Así, las comedias debían «corregir las costumbres riendo», o castigat ridendo mores. Molière a través de la parodia precisa, de la fina ironía, del uso brillante del sarcasmo y la farsa hizo realidad estos ideales, y se convirtió en la figura clave del clasicismo francés. Cuando el teatro trata temas tan elevados como la libertad, las ideologías o la patria es fácil caer en la modorra y los puntos comunes. Por ello, a veces, se recurre a la fuerza aleccionadora de la risa. Pero, ¿cómo no caer en el extremo opuesto?, ¿cómo saber cuál es el límite de manera que no se desvirtúen conceptos y no se hieran susceptibilidades?

Las respuestas a estas interrogantes las podemos ver en escena en la obra de Arístides Vargas: LA REPUBLICA ANÁLOGA. En la cual «un grupo de intelectuales, de diversos oficios, cuya singularidad reside en su marginalidad y disconformidad con la realidad en que viven, son llamados por uno de ellos a conformar una especie de sociedad secreta, que tendrá como fin crear una república análoga, un país utópico, donde las fallas de la historia serán subsanadas por imposibles metas a cumplir».


Si usamos un concepto intemporal de decoro. De manera que, a grandes rasgos, lo definamos como el «justo medio» en función de la época y el contexto social. El justo medio podría variar; así en LA REPUBLICA ANÁLOGA se podría aplicar un decoro del siglo XXI; dictado por la intuición precisa de los creadores y del director. Estamos abusando de los conceptos; pero el excelente uso de la risa y el humor en temas tan elevados lo amerita. La obra tiene un ritmo exuberante, en ningún momento desentona, invita al público a la reflexión a través del juego.
 
Es un humor blanco y lúdico; donde las constantes paradojas, la fina ironía, lo farsesco, y los bailes y desplazamientos coreográficos plantean reflexiones acerca del progreso, la historia, los héroes. A todo esto se suman los potentes monólogos sobre temas ideológicos, políticos y filosóficos. Toda la obra reflexiona sobre la patria y la condición de homus politicus del ser humano. El principal problema es la oposición entre lo que se desea y lo que se logra obtener. Pareciera que las palabras solo tienen poder en el mundo de las aspiraciones, en el mundo de los ideales; pues en el mundo concreto no logran nada. Lamentablemente, al hombre le fascina dejarse atrapar por el mundo de los ideales; y cuando sucede esto se olvida del otro; por eso, en palabras de Chester «lo imaginado produce más miedo que lo real». Así, muchas veces, las ideas justifican mentiras, traiciones, muertes, genocidios. Por eso, la República Análoga no esta compuesta de ideas; sino de risas, juegos y paradojas; y tiene el elevado y magno propósito de defender la libertad: la primera república inalienable.