miércoles, 28 de diciembre de 2016

GRIETAS

Grietas, drama creado por Christian Saldívar Fano, recrea el ambiente que se vivía en Lima a inicios de los años 90, inmediatamente después de la captura de Abimael Guzmán. Al respecto, el autor acota: «En Grietas no se sabe escuchar, cada quien actúa según lo que en su mente funcionaría para todos […] Se insinúa, se interrumpe o se pronuncia bajito, como se hacía a menudo en los 90». Efectivamente, los parlamentos se atropellan, se entrecortan; además, como Pepe Santana recalca, se presenta demasiada información irrelevante y esto dificulta la comprensión. Este clima encriptado se refuerza con la escenografía propuesta por Jamil Luzuriaga, la directora: cajas de cartón rodean el escenario –el público está dispuesto en U− y adentro se intenta reconstruir los distintos ambientes de una casa. Las cajas están quemadas; auguran el desenlace de la obra.  

En la composición del texto se puede percibir cierto desenfreno. Quizás, por ello, el montaje no pudo calibrar el texto de manera adecuada. Los actores no lograron naturalizar sus actuaciones en el espacio dispuesto para tal efecto. La disposición de las cajas asemejaba un laberinto, pero no se aprovechó este valor simbólico. Todo lo contrario, con ese texto y en medio de ese escenario –la sala era muy oscura− la actuación parecía atropellada y creaba un letargo agotador. Se supone que Lorena (Moyra Silva), que tiene escenas con cada uno de los personajes, debía ser como un recuerdo que deambula por la casa; un ser apartado del ahora, en el cual se ubican el resto de los personajes, sin embargo, era difícil percibir esto. Carmen (Sylvia Majo), su madre, esperaba ansiosa el regreso de Lorena, pero su deseo de redención –practicaba una religión evangélica−, aunque interesante, era excesivo, y por momentos afectado.


Los personajes, pero también los actores, estaban atrapados por las cajas. Javier (Joaquín Escobar), hermano de Lorena, y Alberto (Antonio Arrué), su padre, también fueron desbordados por el texto y la propuesta escénica. Solo Abel (Manuel Calderón), dueño de la casa y tío de Lorena, se desenvolvió de manera solvente. La mejor escena de la obra, cuando él se aprovecha de la pequeña Lorena, es sutil y está muy bien modulada.  

Estamos ante un texto en transición, con un elevado potencial simbólico, pero con muchas deficiencias que vuelven difícil la tarea de la directora. El texto opta por una estructura no lineal; los acontecimientos transcurren en dos planos: el pasado, cuando Lorena vivía en la casa, y el presente, en el cual su familia y especialmente su madre ansían su regreso. La fragmentación de una historia tiene como objetivo compenetrar al espectador con la misma de una manera envolvente y sugestiva. Pero esto carece completamente de sentido si es que desde mucho antes de la mitad del texto sabemos qué es lo que ocurrió: «Hay una herida, Javier. No sale con nada. Nadie quiere verla, se tapan los ojos y oídos».


Por otra parte, nunca sospechamos que Carmen sepa que Abel violó a su hija, solo al final ella decide revelar la verdad, y suponemos que callaba porque deseaba quedarse en la casa. El problema es que esto no se deriva de los parlamentos ni de la actuación. No existe relación entre Carmen, la madre evangélica que desea que su hija la perdone, y Carmen, la calculadora que oculta las cartas de su hija a su hermano y decide contar la verdad solo al final para chantajear a Abel. Estamos ante un personaje complejo, de hecho podríamos alegar demencia, ya que al final quema la casa, pero el problema es que esto no se colige a partir del desarrollo de las acciones. Algo similar a lo expuesto ocurre con Javier, otro personaje muy complejo; no se logra construir adecuadamente la relación que existe entre él y Lorena. Debido a todos estos elementos es difícil decidir desde qué perspectiva construir la historia.   

A pesar de lo expuesto, es necesario recalcar que el texto tiene mucho potencial simbólico. Carmen no quiere ver lo que sucede con su hija, todo por obtener un beneficio material, por conservar su casa; la cual, después, resentida y desesperada, quema, para olvidar todo, para pasar a otra cosa… el problema es que siempre habrá una herida que nadie quiere ver, que todos ocultan… 

miércoles, 14 de diciembre de 2016

CLAUSURA DEL AMOR

«El amor es siempre la posibilidad
de asistir al nacimiento del mundo».
Alain Badiou

Edith Piaf popularizó una canción llamada Sous le ciel de Paris, que inicia con los siguientes versos: «El cielo de París ve pasear el amor, amantes que van mostrando su aire feliz». Esta  canción, que fue por muchos años emblema del amor, sigue viva gracias a una nueva versión del grupo Zaz. Cuando hablamos del amor, muchas veces hablamos de un encuentro –París es el emblema del encuentro de los amantes− pero casi nunca hablamos de la duración del amor o de su final. Nos gusta creer que ese mágico acontecimiento: un día, una semana, unos meses… durará para siempre. Por eso necesitamos emblemas que cristalicen esa belleza para siempre: una canción, un lugar, una ciudad…


Clausura del amor (Clôture de l’amour), escrita por el francés Pascal Rambert, no recrea ese encuentro o, en otras palabras, ese acontecimiento mágico que significa abandonar la singularidad para ver el mundo desde una diferencia, Alain Badiou dixit. Todo lo contrario, esta obra relata el final del amor de una pareja a través de dos monólogos. Este recurso, que le otorga su principal característica, crea una contradicción insalvable. El autor quiebra la situación comunicativa, y por lo tanto también la representación mimética, esto convierte a la puesta en escena en una alegoría. El diálogo está completamente roto, ya no existe una relación, un dos; ya no se ve el mundo y los acontecimientos desde la diferencia, sino desde lo uno, desde dos monólogos, que se enfrentan como un gato ante su reflejo en el espejo.  


Clausura del amor explora la percepción del amor en el mundo actual. No sabemos porque Audrey (Lucía Caravedo) y Stand (Eduardo Camino) deciden terminar su relación, ya que eso no es importante, lo relevante es explorar hasta que medida el amor es un riesgo útil. Si al final solo queda un descarnado suplicio, donde ni siquiera la lucha es posible pues no puede haber un enfrentamiento donde no existe el diálogo, ¿por qué anhelar el amor?


La puesta en escena cumple con todos los lineamientos que ha seguido el montaje en Europa. La obra se estrenó el año pasado en España, país de origen de Darío Facal, quien dirigió este montaje. Un escenario despejado, profundo, con iluminación blanca y dos sillas recrean lo que sería un taller de ensayos, donde Audrey y Stand, que son actores, tienen pactado su último desencuentro. 


Este drama utiliza representaciones ortodoxas de lo masculino y femenino, en su relación con el amor. Stand es severo y retórico. Al mismo tiempo que trata de desarticular el concepto del amor romántico, construye una mujer idílica, una actriz apasionante y atractiva, de modo que la pregunta por qué terminas con ella asoma muchas veces. Audrey es ácida y descarnada. Ella no nos habla del amor, sino de su amor por Stand. Recuerda su relación, y argumenta y reclama desde el dolor de quien sigue amando, incluso intenta un último acercamiento; pero solo recibe ese agrio desencanto que siempre nos obliga a refugiarnos en el orgullo. Las actuaciones son impecables, ambos vocalizan perfectamente, manejan los tiempos y la respiración y hacen gala de un despliegue físico impresionante.

Es reconfortante comprobar que Lima puede producir actores de la misma calidad que Europa. Los adjetivos de una crítica española de la misma obra les calzan perfectamente a Lucia Caravedo y Eduardo Camino; ya que Audrey fue “un turbión encendido de poesía” y Stand como un pequeño “buñuelo incendiado”, pues su retórica es casi falaz y merodea muchos lugares comunes. Clausura del amor es una prueba de resistencia tanto para los actores como para el público, es saludable que haya tenido una temporada en Lima.