sábado, 15 de marzo de 2014

JAPÓN



«Como una intravenosa ejecutada por manos expertas. No sientes nada hasta que todo te ha sido inoculado. De pronto te das cuenta como comienza a recorrer tu cuerpo a través de las venas y penetra, uno por uno tus órganos vitales, hasta llegar al cerebro donde todo ocurre. No hay vuelta atrás.

Japón, el intenso drama escrito por Víctor Falcón es inclemente, como inclemente es la destreza de Carlos Tolentino, el director, para presentarnos esta historia de una manera delicadamente brutal».


Con estas palabras tan expresivas, pero poco reveladoras comienza German Ballesteros Loli el artículo dedicado a Japón. Obra sumamente densa, de una inusitada complejidad simbólica, donde la historia contada por Falcón es re-significada por Tolentino. Ballesteros indica que la trama de Japón no puede ser contada, pero se equivoca:

La matriarca de una familia en su lecho de muerte comienza a rescatar, reconstruir y saldar su pasado, en un afán de enfrentarse a la muerte o quizá de evitarla. Así, arregla cuentas con su esposo; que, a todas luces no pertenece a su misma clase social, con su hija; que, en realidad es hija de su esposo con una farmacéutica (por lo que sufre de complejos), y con su nieta, una adolescente disfuncional sadomasoquista. A esta historia se suma la de una conocida de la familia, o una ama de llaves (eso no importa) que no pude aceptar la muerte de su esposo y sus dos hijas. El finado esposo acompaña y endulza el camino de Alba, la matriarca, hacia la muerte. Pero solo nos enteramos de la muerte del esposo a la mitad de la historia, casi al estilo de El sexto sentido.

Estamos ante una historia intensa, pensada desde la televisión, que recurre al dato escondido; pero que tiene la particularidad y el mérito de contar un drama usando símbolos poderosos como la muerte, la memoria y el olvido. Y, además no pasa por alto el tema de las diferencias culturales y del racismo que impera en nuestra sociedad. El drama peruano cae casi siempre en este tópico inevitable, el mérito de Falcón en encarar el tema desde otro ángulo.

Esta fortaleza es aprovechada y robustecida por la dirección y el montaje de Tolentino. Cambios temporales, diálogos sumamente complejos que parecen la suma de dos monólogos, acompañados de desplazamientos y objetos que significan, posiciones que significan… Toda la obra está cargada de un poder simbólico; así, en un momento, a los personajes ya no les hace falta hablar, sino que simplemente vuelan, viajan, se desplazan libremente y la obra adquiera una dramática belleza. 


Belleza simbólica «delicadamente brutal» que busca colocar como protagonista al dolor. El cual se convierte en la principal fuente de comunión entre los personajes, logrando potentes momentos en los diálogos de Alba (Attilia Boschetti) y Camila (Cheli Gonzales), la nieta. Dolor que se nos revela universal a través de la historia tan cercana a nosotros, de los símbolos orientales de esperanza y muerte, de la música francesa y de todos los demás poderosos signos que gobiernan la obra. Porque sí, son el resto de signos distintos de la palabra los que gobiernan la representación, y como dice Tolentino nos «cautivan de una forma diferente, alejada de vínculos culturales y estéticos inmediatos».  


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