Carlos Tolentino es uno de los directores más audaces de nuestro medio. No
solo tiene claro que una obra dramática debe ser enriquecida y transformada cuando
se lleva a escena. Además, sus montajes tienen un sello propio, que evidencia
una sólida preparación teórica y artística; las obras de Tolentino acusan una
poética que no teme arriesgarse para alcanzar su objetivo: producir nuevo sentido a través de la representación.
Por eso, usa de manera ejemplar y sugerente el performance, los
desplazamientos, los efectos de luces y sonido, la escenografía. Colegimos esto
cuando asistimos a Japón y Todos eran mis hijos, estrenadas el año
pasado, y lo corroboramos ahora en Jardín
de colores.
Por esto, de la mano de Carlos Tolentino, estas obras nos regalan todo el
potencial estético que cobijan. Incluso, podríamos decir que en ellas existe
una reinvención simbólica de la historia, debido al carácter transcendente que adquiere
la puesta en escena que el director concibe. Así, la obra se vuelve más compleja;
pero, al mismo tiempo, conserva su belleza humana pues también se crean escenas
conmovedoras. Un ejemplo de estos lineamientos es Jardín de colores. Un drama psicológico con cierta complejidad
simbólica, pero con pocos méritos a nivel de composición formal y profundidad
estética del texto.
La obra fue escrita por María Del Carmen Sirvas, quien también es la
protagonista: Luciana. Personaje complejo, con profundos conflictos psicológicos,
producidos por la muerte del padre y el sentimiento de culpa que alienta la
madre, razón por la cual pugnan en ella la inocente simplicidad de una niña y
el deseo de descubrir la libertad, a través de la sexualidad. María Del Carmen
sigue la directriz de otras actrices que han interpretado papeles similares últimamente.
Completan el elenco Natalia Montoya, en el papel de Ana, la madre. Y Estaban
Philipps: Salvador, el inquilino que mantiene una sugerente relación con
Luciana, y quien, curiosamente, llega a casa de la protagonista porque está buscando
a su hija que abandonó muchos años atrás. Toda la descripción que llevamos
encima no es suficiente para bosquejar el juego simbólico que buscó crear la
autora, y quizás este sea el principal problema, apostar por muchos matices y
perspectivas que ahogan la simbología y difuminan el texto.
Sin embargo, la potencia simbólica se despliega a través de la dirección de
Tolentino y el diseño gráfico y escenográfico, a cargo de Oscar Huayamares y Pedro
López. Durante toda la representación hay un enorme árbol en escena. Representa
el Jardín de colores, donde habitan
los sueños y las fantasías de Luciana, pero también su sentimiento de culpa. A
través de ese gran árbol se explica su existencia, «es el lugar del dolor,
pero a la vez el del deseo y la posible salvación». El gran pedazo de cartón o, posiblemente, de fibra
de vidrio revela que estamos siempre atrapados, en medio de nuestros más
profundos temores y caros anhelos, en el jardín de colores conviven ambos, en
el jardín de colores habitamos nosotros. Alguna escena donde Luciana y Salvador
juegan e inventan la relación que existe entre ellos y otra en la que Luciana
realiza un proceso de autodescubrimiento, nos toman por sorpresa debido a su
belleza inusitada y enriquecen más la reflexión. En ellas se utilizan el
performance, la danza y la música; se convierten en pequeñas piezas musicales
en medio del drama.