El último montaje de la ENSAD: Los perros (1958), dirigida por Jorge Sarmiento Llamosas, demuestra el nivel que puede alcanzar el teatro nacional, cuando cuenta con el apoyo del Estado. Estamos ante una obra de primer nivel. La dirección artística, la escenografía, la fotografía, los efectos, el manejo de luces son completamente profesionales. Se utiliza danza, canto y performance; y se combinan elementos sagrados y profanos en distintos niveles de significación.
Para acercarnos a la obra,
primero debemos conocer a su autora: Elena Garro (1920-1988). Escritora
mexicana inscrita plenamente en el siglo XX. Dueña de una prosa poética que
busca expresar la cosmovisión y el imaginario de las culturas prehispánicas
mexicanas. Su obra está emparentada con la de escritores como Juan Rulfo; y
algunos, incluso, la consideran precursora del realismo mágico. Juan Rulfo es
para México, lo que para el Perú es José María Arguedas. Así, en Los perros, Elena, mezcla español y
náhuatl, y crea un entramado simbólico ligado al mito, que nos permite sentir
de manera inédita la violencia que padece la mujer indígena.
Estamos muy lejos de vencer al
sistema patriarcal, que permite y legitima el abuso en contra de la mujer; y
nuestro país es un claro ejemplo de ello.
Aquí, la mujer no puede decidir sobre su cuerpo, es agredida física y
psicológicamente, y no cuenta con los mecanismos para defenderse. Lo mismo
sucede en el pueblo de Úrsula; su destino esta trágicamente escrito. A ella le
ocurrirá lo mismo que a su madre: será raptada y violada; y no podrá decidir jamás
sobre su cuerpo, al igual que muchas mujeres peruanas.
Pero Elena Garro y la dirección
de Sarmiento Llamosas representan el trágico destino de Úrsula desde una óptica
insólita. En palabras de Sarmiento: « […] una circunstancia muy real y frecuente (rapto
y violación de una menor), se muestra sin anteojeras pseudopiadosas y sin la
banalidad sentimental en que pudiera haber derivado su anécdota». De esta
manera, el padecimiento de la pequeña Úrsula nos permite explorar los estratos
más oscuros del ser humano. Vislumbramos la macabra maldad del hombre en el
terror de Úrsula (Marcia Romero), en la desesperación de Javier (Eric Otero),
en la soterrada resignación de Manuela (Rocío Ántero-Cabrera). Nos despojamos
de las “anteojeras” morales y éticas, y accedemos a las tinieblas a través del
mito –disfraces, canto, música y danza−.
Dos aspectos merecen menciones
puntuales. Primero, la excelente interpretación de Marcia Romero que,
conservando una sabrosa inocencia, logra ser exuberante y sensual. Y como si
esto no fuera poco, el manejo natural del náhuatl, el tono melodioso de su voz
y las inflexiones propias del habla indígena no se diluyen cuando expresa el
miedo que la agobia. Segundo, el director opta por un desenlace sutil y
alegórico. En el cual, la oscura violencia de la primera parte −intensidad
dramática, música, performance y mortuorios disfraces− queda relegada. El destino
inevitable de Úrsula es, finalmente, dibujado con un fino pincel cuando todo su
padecimiento fue retratado con profusa pasión. Lógicamente, quedamos
desconcertados, es cierto, vemos el sufrimiento de su madre, Manuela, pero
aunque las vidas de ambas están ligadas indefectiblemente, la protagonista es
Úrsula. De modo que, es como si la inmersión completa en la profunda oscuridad del
ser humano nos hubiera sido negada.