Dado que vivo en Tacna, ciudad
austral del Perú que limita con Chile, he podido ser testigo de primera mano
del, hasta hace poco, exitoso modelo económico chileno. Durante años, la sociedad
peruana, influenciada por los políticos de turno, miró con recelo y envidia a
su vecino del sur. En ese sentido, los presidentes que siguieron al dictador
Alberto Fujimori intentaron emular a aquel que se hacía llamar el “oasis de
Latinoamérica”. Se copió su sistema de pensiones, se copió su desregulación
laboral, se copió su fanático afán por los TLC, en fin, se intentó copiar todo.
Tanto es así que, del mismo modo que existió el “milagro chileno”; durante un
breve tiempo, en la segunda década del siglo veinte, también se produjo el “milagro
peruano”. Cada vez que se asomaba una opción distinta, la clase política
peruana usaba como prueba fehaciente el modelo chileno para defender el statu quo neoliberal instaurado en los
noventa.
Imagino que, al igual que en
Perú, Chile ha sido el caballito de batalla de todas las derechas conservadoras
latinoamericanas. Por un lado estaba Venezuela, “mira a donde te conduce el
socialismo”; y por otro Chile, “mira a donde te conduce nuestro modelo”. De
hecho, esa fue la fórmula que se utilizó en las elecciones peruanas del 2006 y
el 2011. Sin embargo, lo que en su
momento fue un verosímil discurso conservador ya no surte efecto; pues, ahora,
de la misma manera que podemos decir que el “socialismo” fracasó en Venezuela,
podemos decir que el modelo neoliberal fracasó en Chile. Las repercusiones
sociales y políticas que generará en los siguientes años lo que en su momento
se llamó “el despertar del pueblo chileno” son difíciles de prever. Sin
embargo, de lo que no existe duda alguna es que alterarán el espectro
ideológico en la región. Pues, la palabra progresismo ya no será sinónimo de
socialismo del siglo XXI, sino que también podrá asociarse a la nueva
Constitución chilena ganada a pulso en las calles.
¿Cómo se llegó a esto? De lo que
parecía el fin de la izquierda latinoamericana con las elecciones de Macri, en
Argentina; Bolsonaro, en Brasil; Kuczynski, en Perú; y Piñera, en Chile; ahora
esperamos expectantes la que quizás sea la primera Constitución latinoamericana
progresista, inclusiva y popular del siglo XXI. Y Chile, así como eligió
democráticamente al primer presidente socialista de Latinoamérica, ahora es el
país que convoca a la primera Asamblea Constituyente paritaria con participación
de ciudadanos ajenos al establishment
político y una cuota para pueblos originarios. Solo esto es algo verdaderamente
revolucionario en la política latinoamericana que siempre ha estado a cargo de
políticos “profesionales” vinculados con las más altas esferas del poder. El
hecho de que todo haya iniciado por el aumento del pasaje del metro nos obliga
a repensar los procesos revolucionarios. Si algunos piensan que la revolución ya
no sirve como un mecanismo de disrupción social, el caso chileno demuestra que
están equivocados.
Un fenómeno que parecía ser otra
revuelta juvenil fue creciendo como una bola de nieve hasta poner en jaque al
discurso hegemónico neoliberal y redefinir aspectos identitarios de la sociedad
chilena. Todo esto en un país del que se pensaba había alcanzado el éxito
gracias a la “mano dura” de Pinochet, y donde, al igual que en Argentina, la
matriz cultural europea era hegemónica. En Chile, ha quedado claro que las
cifras macroeconómicas no garantizan el desarrollo y que el mercado no puede
regir todos los aspectos de la vida; pero, además, ha quedado claro que es
necesario un reconocimiento a los pueblos indígenas; que un país caracterizado por
su clasismo y autoritarismo convoque una Convención Constitucional en la que los
pueblos originarios tengan voz y voto debería marcar un antes y un después en
la historia política latinoamericana.
Recuerdo, regresando a mi lugar
de enunciación, como trataban los carabineros (policía chilena) a las paisanas
que viajaban a Arica o retornaban de allí. Cuando pasabas la frontera, la
condición de peruano e indígena te hacía merecedor de un “trato especial” por
parte de las fuerzas del orden chilenas. Por eso, no me sorprende la violencia
institucional contra el pueblo Mapuche que ha imperado durante años en Chile.
Visto desde el Perú, el discurso hegemónico neoliberal acreditaba la rigidez de
los carabineros, esta era una especie de un emblema del progreso que había
alcanzado el país del sur. Sin embargo, si prestabas atención podías notar que
algo no andaba bien, el progreso económico que amparaba ese clasismo y racismo
institucionalizados no era tal. Tacna era, antes de la pandemia, un gran centro
comercial y de servicios para los chilenos. Ariqueños compraban todo en Tacna,
desde joyas hasta papel higiénico, quizás esto no sea evidencia suficiente de
la desproporción entre salarios y capacidad adquisitiva; pero que te resulte rentable
viajar desde Santiago, ubicada a más de 2000 kilómetros de Tacna, para hacerte
un chequeo dental en vez de hacerlo en tu propia ciudad sí era una evidencia
palmaria del poder omnívoro que tenía y tiene el mercado en Chile.
Tal como sucede en el Perú, el
rol del estado en Chile se limita a garantizar la liberalización económica y
financiera. Aspectos como la salud y la educación no son derechos
fundamentales, sino que son regidos por la ley de oferta y demanda. Un sistema
que reduce a su mínima expresión el rol social del Estado está condenado al
fracaso. Eso ha quedado evidenciado no solo en Chile, sino en todo Occidente,
primero con la crisis económica global del 2008, y ahora con la pandemia del
COVID-19. El proceso reivindicativo y trasformador que está realizando el
pueblo chileno es un síntoma más de que los tiempos han cambiado. El sistema
neoliberal instaurado en Latinoamérica por el Consenso de Washington ha
terminado. Los que auguraron el final de la historia luego de la caída del Muro
de Berlín son vistos, desde este punto del siglo XXI, como prestidigitadores
medievales. Quizás por eso, en Perú, la embajada estadounidense ha legitimado
las recientes elecciones que declaran vencedor a Pedro Castillo (representante
de izquierda que plantea la realización de una Asamblea Constituyente).
¿Habrá quedado en el olvido el
tiempo en que Estados Unidos pensaba que América Latina era “su patio trasero”
y la región tendrá más rango de acción para forjar su propio rumbo democrático?
Sin duda China y su modelo económico estatal son una amenaza para Estados Unidos;
este, como potencia en declive, deberá reconfigurar sus relaciones con países
sobre los que antes ejercía un dominio total. Este escenario es apropiado para
que América Latina construya un discurso que redefina su participación en eso
que llamamos Occidente, de manera que los lazos neocoloniales aún vigentes
cedan paso a una relación mucho más horizontal. En este decurso de sucesos el
cambio constitucional chileno es fundamental porque oxigena el progresismo
latinoamericano, y trascendental porque brinda un nuevo camino (del que todavía
no vislumbramos su alcance) que podría ayudar a dejar atrás, esta vez sí, la
dicotomía comunismo-capitalismo propia del siglo XX.
En ese sentido lo que se logre con la nueva Constitución chilena será importante no solo para Chile, sino para toda América Latina. A través de la reconfiguración del rol del Estado como proveedor de servicios y regulador del mercado, nos acercamos a un estado de bienestar que garantice una calidad mínima de vida y reduzca las diferencias sociales, y además recobramos autonomía frente al capitalismo trasnacional. A través del reconocimiento de los pueblos originarios, reivindicamos la identidad heterogénea de nuestros países, eso ayudará a articular una identidad regional robusta que nos permita enfrentar los discursos de las potencias hegemónicas. A través de la incorporación de derechos ambientales, nos ubicamos a la vanguardia de la lucha contra el cambio climático, amenaza latente para el futuro de la humanidad. Todos los logros que alcance a ver materializados el pueblo chileno serán una luz de esperanza para quienes aspiramos a un mundo menos desigual y más justo. Es auspicioso y emocionante ver como el pueblo unido y consciente continúa siendo un mecanismo de control del poder y transformación social. La historia no se detiene, aunque eso quisieran algunos, sino todo lo contrario, avanza cada vez más aceleradamente.