El ambiente
artístico en nuestra capital está en un periodo de efervescencia. Lima aspira a
ser una «metrópoli» latinoamericana,
y sabe que para cumplir su deseo tiene que brindar una oferta cultural de
primer nivel. En este complicado proceso el teatro está cumpliendo un rol
protagónico. Luego de acaparar las redes sociales, tiene cada vez más presencia
en la televisión y en los medios impresos; pero lo más importante, ha emprendido
la titánica tarea de democratizar la cultura en esta noble ciudad. Hace pocos
años la oferta teatral se reducía a los distritos de Miraflores y Barranco. Hoy,
es posible asistir a funciones en Breña, Jesús María o Pueblo Libre.
Muchos grupos son parte de este proceso, uno de ellos es la asociación cultural LIAE (La
integración de las artes escénicas). Ellas apuestan
por autores jóvenes con propuestas audaces, y sus obras se estrenan en Pueblo
Libre o Jesús María, en auditorios o teatros que estaban proscritos para la
cultura. He tenido la oportunidad de asistir a dos funciones suyas. La primera
«El
canto del monstruo» de Rocío Limo, propuesta totalmente inusual, pues planteaba
una reflexión sobre las relaciones humanas a partir de los mecanismos de
control; evitando así el tópico de las diferencias sociales o el de la violencia.
De manera que, en y desde un hospital se indagaba en las relaciones
interpersonales a través de la locura, la opresión y el miedo a la muerte. Fue
una apuesta audaz y redonda con actuaciones sólidas y muy cohesionadas.
La segunda es «Desierto» –la cual
se encuentra en cartelera– de
Juan Pablo Bustamante, dirigida por Fiorella Franco y Gustavo Seclén. Esta obra
es una alegoría de la tentación que sufre Jesús en el desierto, «nunca
se sale del desierto, este es el paraíso», relata el protagonista.
Y este desierto, evidentemente, es un lugar descarnado, terrorífico, sugestivo y
psicodélico; donde el protagonista realiza constantes disquisiciones existenciales,
a través del enfrentamiento con distintos personajes. La obra tiene momentos
impactantes en los que perturba y conmueve al espectador. Como cuando el
protagonista discute con un salvador andrógino, esta escena nos ataca con su
sugestión a través del uso de los efectos escénicos. O cuando el protagonista
desviste y revienta los ideales de un joven poeta, escena reveladora pues
cuantos intelectuales al final de sus días se han visto maravillados por la podredumbre de sus vidas desperdiciadas.
Sin embargo, el gran manejo de
los efectos que buscan perturbar al espectador y las excelentes metáforas como «algo
se está pudriendo en el centro del mar», no son suficiente para que la obra
sea exitosa. Mientras más aspiramos más riesgos corremos. El texto de
Bustamante pretende abarcar muchos aspectos del desierto espeluznante en el
cual vivimos; desde los maestros hasta el nuevo rol de la mujer, pasando por
las inevitables reflexiones existenciales y religiosas. El simbolismo que
plantea es demasiado descarnado y frontal, bulle como denso aceite hirviendo
durante toda la obra. Pero, por momentos, la puesta en escena logra convertir el
aceite en agua, a través de efectos como los que esbozamos líneas arriba (utilería,
proyecciones audiovisuales, luces, penumbras); y la obra resulta ricamente perturbadora. En
esos momentos… estamos cerca del teatro artaudiano, y el espectador tiene que
retroceder la cabeza, en un movimiento brusco, pues el ataque es frontal, al corazón.
Solo esto es un gran avance para el teatro capitalino acostumbrado a obras fáciles
o de autores foráneos.