miércoles, 9 de abril de 2014

ECLIPSE TOTAL



A fines del siglo XIX Francia vivía un periodo de agitación social y cultural. El romanticismo la primera escuela artística moderna rompió con los parámetros ortodoxos del clasicismo; y desencadenó una secuencia de transformaciones culturales y artísticas que culminaría con las vanguardias. Si los románticos se opusieron tajantemente a sus antecesores y buscaron nuevas formas de expresión que rompieran con todos los moldes establecidos; los artistas posteriores al romanticismo llevaron esta búsqueda a abismos insondables. En este periodo nace la sensibilidad artística moderna que, de alguna manera, podemos percibir aún en la actualidad; pues todo el arte moderno es, preferentemente, iconoclasta y ataca al sistema establecido. Así, si bien la idea del joven artista como transgresor de las normas sociales de su tiempo, y espíritu libre en búsqueda de nuevas experiencias y formas de expresión nace con los románticos, solo queda inmortalizada para la historia través de la figura de los poetas malditos: Baudelaire, Rimbaud, Verlaine y Mallarmé.
 



Atendiendo a lo anterior, consideramos que la importancia de la puesta en escena de Eclipse Total, escrita por Christopher Hampton y dirigida por Roberto Ángeles, reside en conseguir que los espectadores vivan –a través de la pasión descarnada de Verlaine y Rimbaud– ese momento histórico, crucial para el arte moderno. Si este no fuera uno de los principales objetivos de la obra, esta se convertiría en un simple drama de época, totalmente superficial. Nuestras expectativas para con la obra crecen mucho más si el Centro Cultural de la PUCP la presenta como un homenaje a la poesía; pues colegimos que la obra estará íntimamente ligada a la poesía a través de aspectos que trasciendan lo biográfico y lo anecdótico.





Con tantas expectativas era muy probable que quedáramos insatisfechos. Pero la obra tiene un salvavidas: los parlamentos y la actuación de Francisco Luque (Arthur Rimbaud). Luque logra configurar acertadamente el espíritu confuso, abigarrado y misterioso del joven poeta: el espíritu de un niño caprichoso que anhela convertirse en un poeta maldito. Así, lo verdaderamente poético y atractivo de la obra es encarnado por Rimbaud. A través de él podemos acercarnos al ambiente estético del Paris finisecular. El joven Arthur busca experiencias que den textura a su imaginación; tiene una actitud escéptica ante la vida («lo único insoportable es que no hay nada insoportable»); y se solaza en la soledad irreversible del hombre moderno («debo convertirme en la piedra filosofal», «yo debería tener un concierto de infiernos»). Por lo demás, la impostación de la voz se está convirtiendo en un recurso peligroso; un facilismo de actores reconocidos que amenaza con extenderse a los noveles actores; y, si se usa, es porque algunos directores lo admiten o lo prefieren. Cuando un actor entona como otro prácticamente convierte a su personaje en un tipo, y la obra pierde verosimilitud y calidad estética. Así, la intensidad, la tensión y el drama desaparecen y solo quedan los gritos y las voces agónicas. En suma, muchos gritos y melodrama y pocos momentos desgarradores, inefables, verdaderamente poéticos.  

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