Para
algunos intelectuales contemporáneos el sujeto crítico de Kant está siendo
reemplazado por otro tipo de hombre, uno despojado de juicio e impulsado a
gozar sin límites. Es que en nuestros días la culpa parece estar vinculada casi
exclusivamente con el ámbito jurídico. Pues cada día más personas actúan sin
medir ni evaluar las consecuencias. Divagando en torno a este tema podríamos
decir que, quizás, esto se deba a que las personas ya no se comprometen con
nada. Hoy el compromiso más grande es con la satisfacción personal; en
consecuencia, «esas pequeñas revoluciones privadas» ocasionadas por la
conciencia han pasado a un segundo plano.
A diferencia del contexto actual, son
justamente esas revoluciones de la conciencia las que estructuran la obra Todos eran mis hijos de Arthur Miller.
Esta es una apasionante tragedia contemporánea que critica los excesos y las ilusiones
del modelo capitalista. Su trama principal es el sentimiento de culpa que nace
del conflicto entre el compromiso personal y familiar, y el compromiso con el
país. Luego de la Segunda Guerra Mundial la familia Keller busca estabilidad
social y económica. Pero la muerte de su hijo mayor y la sombra de una gran
mentira negada y ocultada por Joe y Kate Keller no los deja vivir en paz. Joe
Keller (Víctor Hugo Vieyra) vive negando su culpa en un accidente de guerra; y,
en ese afán, culpa a un ex empleado y amigo suyo, padre de la prometida de su
hijo muerto Ann Deever (Natalia Cárdenas). En el transcurso de la
representación el hijo menor de los Keller, Chris (Sebastián Reátegui) y George
Deever (Francisco Cabrera), hermano de Ann, se encargan de descubrir las
mentiras que sostienen la vida de los Keller. Las formidables actuaciones de
Víctor Hugo Vieyra y Attilia Boschetti son secundadas por las demás, todas
sobresalientes. Los diálogos son atentos y claros, de manera que la historia se
construye con facilidad. Kate Keller (Attilia Boschetti) es el personaje
paradigmático y más complicado de la obra. Ella sostiene la mentira de su
esposo, actuando para la vida, mintiéndole a la vida misma. El personaje, Kate,
actúa su propia vida para negar sus dolores, para proteger su estabilidad
emocional, para resguardar sus miedos.
En cuanto a la dirección, Tolentino
siempre lleva al límite sus obras y es totalmente consciente de ello: « […]
llevo ese síntoma trágico de los personajes de Miller a otro plano, quizás al
de una poética de la ruptura con lo cotidiano, y de ruptura también, con lo que
aprendimos o suponemos que es lo teatral». En Japón, otra obra suya a la
que pudimos asistir, la superación de lo estrictamente “teatral” fue evidente.
Con Todos eran mis hijos, vemos que esta particular manera de encarar
una obra no conoce límites ni tampoco fórmulas, sino que es «una [constante]
reflexión sobre el propio teatro». Lo más fácil de percibir es la imponente
escenografía, la cual juega con los espacios y está diseñada para soportar
efectos de iluminación y música cercanos al cine. A través de estos aspectos,
que pueden parecer secundarios, Tolentino maneja a su antojo la representación,
y crea un efecto sugestivo que permite enfocarnos en el sufrimiento, las
tribulaciones y el miedo de los personajes, pues estos se ven afectados
completamente por la disposición del escenario. De manera que, en esta puesta
en escena vamos a poder sentir esa revolución de la conciencia, «esas pequeñas
revoluciones privadas» que a toda costa buscamos evitar.
Piero, gracias por la lectura de mi puesta en escena, y sobretodo gracias por leer más allá de lo obvio. Es una obligación aprender de lo que uno hace, pero es más grande cuando reconoces que a alguien le sirve y lo comparte. Un abrazo
ResponderEliminarCarlos Tolentino