En el marco del II Festival Internacional
Temporada Alta, organizado por la Alianza Francesa, se estrenó Ricardo III, el príncipe contrahecho del
chileno Juan Radrigán. El monólogo ganador del Premio Nacional de las Artes
Escénicas de Chile, y que formó parte del proyecto British Council de reinterpretación de las obras de William
Shakespeare por los 400 años de su muerte, explora los límites de la naturaleza
humana. El texto se basa en la ficción creada por Shakespeare, pero también
evidencia una profusa investigación histórica; a su vez, existe un gran trabajo
a nivel retórico y estilístico. Se sigue que la exploración trasciende a
Ricardo III, uno de los personajes históricos más famosos, y logra describir el
ambiente de guerra, conspiración y podredumbre que existía entre la antigua
nobleza inglesa.
Cuando vemos en escena a Ricardo
III, semidesnudo, rengueando como un felino, iluminado escasamente por una luz tenue
y atrapado en un pequeño cuadrilátero lleno de arena, suponemos que deambula
por el campo de batalla de Bosworth. Sin embargo, pronto nos damos cuenta que
aquel enfrentamiento final entre la casa de Lancaster y la de York ha finalizado;
el duque de Richmond, Enrique Tudor, ya es rey de Inglaterra; y Ricardo, seguramente rodeado de sangre y cadáveres, yace muerto. Sin embargo, su espíritu sigue vivo, todavía
elucubra y maquina, aún se muestra arrogante y desenfadado, sin duda no sabe
que está enfrentando su juicio final.
«¿Pueden las maldiciones
traspasar las nubes y llegar al cielo?». Al parecer, la ficción de Radrigán así lo
contempla, ya que la verdadera condena de Ricardo no es su muerte, sino
enfrentarse a su conciencia y a la infinita desolación. Cúmplase, así, la maldición
de la reina Margarita: «¡Si el cielo tiene guardada alguna calamidad desdichada
que supere a las que pueda yo desear que caigan sobre ti, ah, que la guarde
hasta que tus pecados estén maduros, y luego arroje su indignación sobre ti,
turbador de la paz del pobre mundo!». Pobre Ricardo, finalmente, nadie
comprenderá lo que hiciste por Inglaterra, nadie podrá escuchar tus
justificaciones. Es aterrador pensar que más allá de la vida nadie pueda
confrontar sus acciones, nadie pueda darle significado a su vida. Será,
verdaderamente, que más allá «el camino es desolado y no llega a ninguna
parte».
Es muy sugestivo ver a un personaje histórico enfrentarse a un momento tan perturbador como el que plantea Radrigán. ¿Qué le queda a Ricardo III? ¿Qué puede hacer ahora el duque de Gloucester, el gran estratega militar, el temido jabalí, quién diera muerte a Hastings, Grey, Buckingham? «¡Incierta manera de ganar! Pero ya estoy tan metido en sangre, que un pecado saca otro pecado, la compasión lacrimosa no reside en mis ojos…» ¿Seremos tan valientes ante el infecundo y árido final como lo podemos llegar a ser en vida? «¿Por qué la calamidad ha de estar llena de palabras?» No lo sabemos, quizás, la muerte sea un eterno soliloquio.
Mención aparte merece el público. Resulta
muy estimulante que obras de esta calidad puedan llegar a Lima, pero es
desalentador que todavía no estemos preparados. Durante toda la función, que se
realizó en el teatro de la Alianza Francesa, se escucharon carraspeos, gente
tosiendo, zapatillas rasgando el suelo, movimientos bruscos: el público estaba
muy inquieto. Sin embargo, al final, para sorpresa nuestra y seguramente también
de Radrigán, todos aplaudieron de pie. Esta obra, en una sala más pequeña e
íntima, con menos personas, hubiera sido una experiencia deliciosa.